Cuentan que, hace algunos años, un nativo medio salvaje de la Polinesia tuvo que ir a Nueva York, no se sabe muy bien por qué ni para qué. Y que allí, en la ciudad de los rascacielos, alguien trató de explicarle la utilidad del ascensor para resolver el problema del acceso a los pisos más altos. Parece que el polinesio no se entusiasmó demasiado…
—En mi país tenemos resuelto ese problema desde hace mucho tiempo: colocamos los pisos uno al lado del otro, en lugar de apilarlos. En lugar de construir una casa de muchos pisos, construimos muchas casas de un solo piso.
Le explicaron que, en Nueva York, eso no era posible debido al alto precio de la tierra, más cara que el oro, como una consecuencia natural del progreso. “Pero, ¿usted sabe lo que es el progreso?”, le preguntaron.
—Sí, claro. El progreso consiste en crear dificultades para luego tomarse el trabajo de resolverlas. El progreso consiste en crear miopes para después fabricar lentes; en difundir enfermedades para que los médicos se entretengan en curarlas; en instituir el matrimonio para, luego, inventar el divorcio… El progreso es el ascensor.
Al menos por una vez, estoy de acuerdo con los salvajes de la Polinesia. No porque subir escaleras canse ocho veces más que caminar por una calle, sino porque el ascensor ha neutralizado al vecino y ha suprimido cotilleos, discusiones y broncas en los rellanos.
El ascensor ha puesto fin a las indiscreciones, flirteos y comentarios más o menos atrevidos entre criadas, mucamas, porteras, parteras, seguratas y repartidores de pizza en mitad de la escalera. La portera vive en el piso 12 y pocos tienen algún trato con ella, aparte del “buen día, buenas tardes”. Todo el mundo toma el ascensor y pasa en vuelo vertical ante la vivienda ajena.
Sin ascensor o con él, se acabaron hace tiempo los préstamos urgentes de una taza de aceite o un tanto de sal o un puñado de garbanzos entre dos señoras viviendo puerta con puerta. Ahora, cada uno cruza ante la puerta de enfrente sin tener ni idea de quién habita dentro. Los vecinos de abajo ven a los de arriba como abducidos por el ascensor, sin saber nada más de ellos.
En la propiedad horizontal, suele bastar que un conejo se pase al jardín del vecino para desencadenar una réplica de la guerra de Troya. Cuentan que el dramaturgo francés Maurice Donnay fue advertido por su jardinero, presto ya a usar la escopeta, de que las gallinas de al lado venían a escarbar entre sus coles. El comediógrafo extendió algunos huevos por encima de sus propios parterres, de modo que su vecino pudiera verlos con facilidad. Cuando el colindante se percató de que sus aves tenían preferencia —supuestamente— por las coles de Donnay para poner sus huevos, fue el propio vecino quien tomó las medidas necesarias para frenar las incursiones de sus gallinas.
Sostienen algunos, exagerando, que la mejor relación que se puede tener con los vecinos es ninguna, ignorarlos y hacerse ignorar. En cambio, si entre los inquilinos hay un médico o un abogado, es conveniente conocerlos siquiera superficialmente, para recurrir a ellos en caso de un ataque cardiaco o para obtener un buen consejo legal.
El vecino no está preparado para atender nuestras reclamaciones, así que, emulando a Dale Carnegie: “Si quieres recoger miel, no patees la colmena.”
IMÁGENES: Arriba, el ascensor del mítico Hotel Pera Palas, inaugurado en 1895 en Estambul. Fue el primer edificio del Imperio Otomano en disponer de agua caliente, luz eléctrica, teléfono y ascensor eléctrico. El ascensor aún puede contemplarse con su preciosa estructura de madera y forja y la inconfundible flecha superior que indicaba los pisos a modo de reloj. Hace unos años me alojé en ese inolvidable hotel. Abajo, las gallinas en el huerto del Sr Donnay.
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