Érase una vez un país extraordinario en el que los niños recibían educación gratuita, las mamás se ocupaban de la casa, los papás iban a trabajar, hacían horas extras porque había trabajo para todos y apenas se pagaban impuestos.
La formación de los niños –y las niñas, no me vayan a joder las feministas– corría a cargo del estado desde el parvulario hasta los 14 años. Se emitía un “certificado de estudios primarios” como justificante del nivel de ilustración del titular, capacitado para leer entendiendo lo leído, escribir sin faltas de ortografía y conocer los afluentes del Guadiana y algo del patrimonio histórico y cultural de la patria.
No existían, en aquel país que digo, actividades extraescolares ni clases de gimnasia, porque, a la salida de la escuela, todos corrían a casa para escuchar en la radio las aventuras de Diego Valor para los chicos, o Matilde, Perico y Periquín para las nenas. Patear una pelota de fútbol o saltar a la comba hasta la hora de la cena, era ya ejercicio bastante para fortalecer aquellas anatomías en desarrollo.
Quienes, a partir de los 10 años, se decidían por el bachillerato y tenían que desplazarse hasta el instituto, podían utilizar los transportes públicos a precios muy reducidos. Se impartían clases optativas de inglés, francés o alemán, a elegir según los gustos de cada cual, amén de latín y griego, y exámenes de reválida general en cuarto y sexto cursos, para cerciorarse de que los chicos –y las chicas– habían asimilado todo lo que debían saber de cada una de las asignaturas que conformaban el plan de estudios vigente.
En aquel memorable país se accedía a la universidad una vez superado el curso preuniversitario –“preu” le llamaban– que habilitaba para matricularse, sin numerus clausus ni notas de corte, en los estudios que le vinieran en gana a cada cual, según su vocación o la tradición familiar. Y a quien no le diera el cuero para estudios universitarios, podía acudir a las “escuelas de formación profesional” que facilitaban capacitación gratuita para plantarle cara al mundo como fontanero, electricista, reparador de radio, sastre o diplomada en corte y confección para las damas, entre otras.
No era necesario salir al extranjero donde ejercer la profesión de uno porque, como ya he dicho, en aquel país había trabajo de sobra para cualquier carrera, profesión u oficio. Tampoco necesitábamos idiomas: para qué, si hablábamos la lengua del imperio.
Las grandes fábricas disponían de “escuelas de aprendices”, orientadas a imbuir en los futuros profesionales la necesaria teoría de apoyo a la práctica de su oficio. Las empresas menores formaban, con ayuda del municipio donde estuvieran establecidas, pequeñas “escuelas de artes y oficios” con profesores voluntarios e idénticos objetivos.
En aquel país del que les hablo, las mamás se quedaban en casa ocupándose de la prole y de las tareas domésticas, haciendo mermelada, repasando calcetines, sacándole el dobladillo a un pantalón que debería tirar una temporada más, y esperando la llegada del guerrero para ofrecerle y disfrutar junto a él de una cena familiar sencilla, sana y abundante.
Apenas se pagaban impuestos que, bien administrados, daban para construir, sobre un territorio áspero y seco, embalses para riego y producción de electricidad, imprescindibles en un país con notable crecimiento agrícola y alto desarrollo industrial.
Años después, al país aquel que digo llegaron la democracia, las autonomías, los políticos, la corrupción… y todo se fue al carajo.