sábado, 29 de agosto de 2015

Érase una vez un país

Érase una vez un país extraordinario en el que los niños recibían educación gratuita, las mamás se ocupaban de la casa, los papás iban a trabajar, hacían horas extras porque había trabajo para todos y apenas se pagaban impuestos.

La formación de los niños –y las niñas, no me vayan a joder las feministas– corría a cargo del estado desde el parvulario hasta los 14 años. Se emitía un “certificado de estudios primarios” como justificante del nivel de ilustración del titular, capacitado para leer entendiendo lo leído, escribir sin faltas de ortografía y conocer los afluentes del Guadiana y algo del patrimonio histórico y cultural de la patria.

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No existían, en aquel país que digo, actividades extraescolares ni clases de gimnasia, porque, a la salida de la escuela, todos corrían a casa para escuchar en la radio las aventuras de Diego Valor para los chicos, o Matilde, Perico y Periquín para las nenas. Patear una pelota de fútbol o saltar a la comba hasta la hora de la cena, era ya ejercicio bastante para fortalecer aquellas anatomías en desarrollo.

Quienes, a partir de los 10 años, se decidían por el bachillerato y tenían que desplazarse hasta el instituto, podían utilizar los transportes públicos a precios muy reducidos. Se impartían clases optativas de inglés, francés o alemán, a elegir según los gustos de cada cual, amén de latín y griego, y exámenes de reválida general en cuarto y sexto cursos, para cerciorarse de que los chicos –y las chicas– habían asimilado todo lo que debían saber de cada una de las asignaturas que conformaban el plan de estudios vigente.

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En aquel memorable país se accedía a la universidad una vez superado el curso preuniversitario –“preu” le llamaban– que habilitaba para matricularse, sin numerus clausus ni notas de corte, en los estudios que le vinieran en gana a cada cual, según su vocación o la tradición familiar. Y a quien no le diera el cuero para estudios universitarios, podía acudir a las “escuelas de formación profesional” que facilitaban capacitación gratuita para plantarle cara al mundo como fontanero, electricista, reparador de radio, sastre o diplomada en corte y confección para las damas, entre otras.

No era necesario salir al extranjero donde ejercer la profesión de uno porque, como ya he dicho, en aquel país había trabajo de sobra para cualquier carrera, profesión u oficio. Tampoco necesitábamos idiomas: para qué, si hablábamos la lengua del imperio.

Las grandes fábricas disponían de “escuelas de aprendices”, orientadas a imbuir en los futuros profesionales la necesaria teoría de apoyo a la práctica de su oficio. Las empresas menores formaban, con ayuda del municipio donde estuvieran establecidas, pequeñas “escuelas de artes y oficios” con profesores voluntarios e idénticos objetivos.

Érase una vez 1En aquel país del que les hablo, las mamás se quedaban en casa ocupándose de la prole y de las tareas domésticas, haciendo mermelada, repasando calcetines, sacándole el dobladillo a un pantalón que debería tirar una temporada más, y esperando la llegada del guerrero para ofrecerle y disfrutar junto a él de una cena familiar sencilla, sana y abundante.

Apenas se pagaban impuestos que, bien administrados, daban para construir, sobre un territorio áspero y seco, embalses para riego y producción de electricidad, imprescindibles en un país con notable crecimiento agrícola y alto desarrollo industrial.

Años después, al país aquel que digo llegaron la democracia, las autonomías, los políticos, la corrupción… y todo se fue al carajo.


IMÁGENES: Arriba, escolares con sus maestros (1967). Centro, salto de Aldeávila, sobre el río Duero, inaugurada en diciembre de 1961; entonces la obra de ingeniería hidroeléctrica más importante de Europa a nivel de potencia instalada y producción de electricidad. Abajo, alegoría apócrifa de la democracia, las autonomías, los políticos y la corrupción.
 

sábado, 15 de agosto de 2015

Insomnio

Esta noche pasada hemos tenido una tormenta de verano de “mucho ruido y pocas nueces”, se diría, por su escasez de lluvia. He dormido mal. Cené –puro capricho– un par de arenques salados y picantes, regados con un delicado tempranillo joven, que han requerido un incesante ir y venir a la cocina para aplacar la sed con generosos tragos del agua tan rica que tenemos en la montaña. He invertido los ratos de insomnio rememorando el pasado y especulando sobre el porvenir.

Insomnio

Entre rayos y truenos –literal– he recordado a la Burki, una gitana que conocí en Budapest. Me enseñó lo más elemental de la quiromancia: lo suficiente para presumir, tiempo después, leyendo la mano entre amigos que, sorprendidos de mis conocimientos, me miraban pasmados sin poder discernir si la cosa iba en serio o les estaba tomando el pelo. Aseguraba la chica que existe un destino, perfectamente legible, trazado en las líneas de la mano por la propia genética de cada individuo. Vivía ella con su pareja al final de la línea M3 del metro, en una iglesia abandonada que habían habilitado como dulce hogar. Él era peruano. Cantaba latino con buen arte, acompañado de su guitarra, por los bares y restaurantes de la ciudad, tratando de vender, al final de su actuación, la casete que contenía el repertorio de sus canciones. Ella leía la mano de los clientes y entre ambos recogían una plata justita para ir tirando. Hace varios años que no sé nada de ellos.

Luego, en plena vigilia, la crisis de Grecia. Como imagino que de este asunto son conocidos casi todos los detalles, dejo dos únicas anotaciones. La primera del escritor Eduardo Mendoza: “Desde Aristóteles, los griegos no han dado un palo al agua”; en otro registro, vagos, holgazanes e insolidarios. La segunda es una referencia al impresentable, soberbio y narciso ex ministro de finanzas heleno, Varufakis, embustero compulsivo. En uno de sus libros [1] asegura reiteradamente que la creación de la Unión Europea fue una exigencia de los Estados Unidos, al finalizar la II Guerra Mundial, para asegurarse un mercado donde colocar sus activos tóxicos. Asombrosa fantasía de un charlatán de barraca que llamó criminales a los gestores del FMI y terroristas a los de la UE, con quienes tenía que negociar un rescate económico para evitar la bancarrota de su país. Poco después se vio obligado a dimitir, presionado por su propio partido.

Insomnio 4Pasada la media noche me han venido a las mientes los modos en los que está redactada, según idioma y escenario, la prudente advertencia de no distraer al chofer del autobús o del tranvía con conversaciones inútiles. En italiano, “No hablar al conductor” –Non parlare al conducente–, con el estilo simple de la Roma maestra del derecho. En Francia, “Se ruega no hablar al conductor”, con el señorío de un pueblo acostumbrado durante siglos a respetar las fórmulas ceremoniosas. Es el s’il vous plait del verdugo que invita a la pálida aristócrata a poner el cuello bajo la cuchilla de la guillotina. En alemán, “Prohibido hablar al conductor”, con la dureza militar, intransigente, de un pueblo intoxicado por la disciplina, nacido para marcar el paso, para cristalizarse ante el verboten, para obedecer a un cabo o a un epiléptico decidido a militarizar el mundo. En escocés o en hebreo, pueblos que tienen fama de amar el dinero –como si los demás metieran por sorpresa billetes de banco en bolsillos ajenos–, en una de esas lenguas se lee: “¿Por qué hablar al conductor? ¿Qué se gana con ello?”.

El canto del gallo me ha inspirado para reflexionar sobre un futuro incierto y en franca decadencia: el de subjuntivo [2]. Utilizado habitualmente hasta el siglo XVIII y hoy desaparecido en la práctica, salvo en algunos refranes –“a donde fueres haz lo que vieres”– y en solemnes textos legales y disposiciones administrativas. Desde el punto de vista del estilo literario, su belleza y elegancia son incuestionables.

En pleno desayuno, he llegado a la conclusión de que el pasado, el presente, el futuro, la vida misma, serían insoportable si todo se recordase. Dice mi mujer que el secreto está en saber elegir lo que se debe olvidar.


IMÁGENES: Arriba, lectura de manos. Abajo, jarra suvenir en inglés e italiano.

[1] Yanis Varufakis, El minotauro global: Estados Unidos, Europa y el futuro de la economía mundial, Penguin Random House Grupo Editorial, Madrid 2015.

[2] El subjuntivo es un modo verbal, no es un tiempo. Es el modo de la subjetividad, de la irrealidad, de la duda, de la hipótesis, del mandato y de los sentimientos. Es decir, el subjuntivo representa lo subjetivo, frente a la sensación de objetividad del indicativo.

sábado, 1 de agosto de 2015

Mi abuela Dominica

Los recuerdos que tengo de mi abuela vasca se remontan a mi lejana infancia en el caserío del abuelo. Era tan del abuelo como de todos nosotros, pero nos parecía mejor asignarle su propiedad al aitite [1], en reconocimiento a sus esfuerzos en la construcción de aquella especie de bunker de planta baja y piso con balcón al sol, de enormes y gruesas paredes de piedra.

Desde allí, un camino o, mejor, una senda de unos 200 metros conducía al establo de las vacas. A la izquierda, una fila de higueras plantadas por mi padre antes de que yo naciera y, quince o veinte metros a la derecha, la trinchera del ferrocarril. Entre la senda y la vía, un patatal que evoco siempre con los hombres de la casa recogiendo la cosecha de tubérculos o fumigando contra el maldito escarabajo de la patata [2].

insomnio 2Mi abuela Dominica olía como a canela y gustaba de sentarse en el ribazo de la senda, bajo las higueras, aunque la sabiduría del pueblo diga que “la sombra de la higuera no es buena, y la del nogal trae mucho mal”. Nosotros no teníamos nogales. Decía que mi abuela se sentaba a la sombra de las higueras con un cesto de mimbre a cada lado, donde íbamos echando las patatas que mi prima Pili y yo retirábamos de la tierra. Nuestra edad estaría entre los 6 y 8 años como mucho.

Si no llovía, mi abuela encendía una pequeña hoguera con hojarasca y ramitas secas donde asaba algunas de aquellas patatas para nosotros sus nietos, quienes admirábamos la habilidad con la que las manipulaba para que no se chamuscaran más de lo necesario. Removía las brasas con un palo fino de punta ennegrecida por el fuego y, cuando consideraba que estaban ya comestibles, las retiraba pinchadas en la varita y las dejaba sobre la hierba para que se enfriaran un poco. Luego las soplaba con fuerza o frotaba con las manos para quitarles cualquier residuo de tierra o ceniza y nos las daba peladas hasta la mitad, de modo que pudiéramos agarrarlas por la piel y mordisquear la parte limpia. Sabían a gloria bendita.

Una tarde, por una trocha que subía desde la trinchera del ferrocarril, aparecieron dos guardias civiles, preguntándole a mi abuela si había visto pasar a Urquijo. Les respondió que por allí pasaba mucha gente, pero que ella no sabía sus nombres. Los guardias le aclararon que se trataba de un malhechor bajito, poca cosa y calvo que había robado unas lechugas de un huerto vecino. Mi abuela les indico que lo había visto cruzar hacia los prados de la izquierda, donde solían pastar nuestras vacas. Cuando el verde de los uniformes de los guardias se confundió con el verdor de la hierba, el tal Urquijo o como se llamara, salió del establo, recogió unas pocas patatas que le había preparado mi abuela, dio las gracias y se fue tan ricamente.

insomnio 3

Si en la película de Martínez-Lázaro [3] al protagonista se le exigen, al menos, “ocho apellidos vascos”, mi abuela los tenía todos, de modo que, sabido esto, no podría renegar de sus ancestros. Cubría su cabeza con un pañuelo a veces blanco y a veces no, que anudaba al estilo inconfundible de las mujeres vascongadas. Vestía siempre una amplia falda acampanada del color “azul uniformado” de los versos de Joaquín Montaner [4]. Tenía dos, una de un azul apagado de tanto lavar y relavar, y otra más nueva que usaba los domingos y fiestas de guardar. No sé a ciencia cierta qué se guardaba porque en aquella familia solo los jóvenes íbamos a la iglesia, más por obligación que por devoción.

Esto de las faldas de mi abuela lo sé porque, entre la senda y el patatal, había un tendedero para secar la ropa y en él se colgaba una u otra de aquellas prendas… siempre que no lloviera y no funcionase “la correa”, que era un cercano transportador de mineral de hierro que levantaba una impresionante polvareda de un fino talco rojizo –carbonato férrico– que lo infestaba todo [5].

En fin, que si mi abuela Dominica hubiera sobrevivido para ver lo de Grecia les hubiera dedicado una de sus frases favoritas: “En la casa que no hay regla, cuando no hay, ella se pone”.


IMÁGENES: Arriba, mujer con el pañuelo “baseritarra”, propio de las mujeres de los caseríos vascos. Abajo, la familia cosechando patatas.

[1] “Abuelo”, en vasco o euskera.

[2] Leptinotarsa decemlineata. El escarabajo de la patata o dorífora es un coleóptero de amplia distribución mundial asociado a los lugares de cultivo y almacenamiento de patatas, sobre los que actúa como plaga.

[3] “Ocho apellidos vascos”, película española del director Emilio Martínez-Lázaro, estrenada el 14 de marzo de 2014. El título de la película hace referencia a los ocho apellidos vascos que, en la trama, dice tener el protagonista.

[4] “Gente de mar y remo”, poesía del extremeño Joaquín Montaner y Castaños dedicada a los marineros del Cantábrico. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

[5] El mineral procedía de los hornos de calcinación que la Sociedad Franco-Belga de Minas tenía en Ortuella. La empresa fue disuelta en 1995, aunque los hornos dejaron de funcionar mucho antes.