Todo comenzó durante una sobremesa familiar en la que mis hijos decidieron que su querido y viejo progenitor no podía andar por el mundo con aquella antigualla de Nokia de cuando no había tren. Necesitaba un smart phone. De nada sirvió alegar que mis necesidades estaban cubiertas con poder hablar por teléfono y despachar algún ocasional mensaje de texto. ¡Pues, no! Ahora, un teléfono celular que marque paquete debe disponer de guasap, una cámara de fotos –mejor, dos– y decenas de aplicaciones quasidiabólicas made in cualquier país de ojos oblicuos.
Lo del guasap sí que me intrigaba un poco porque había oído hablar de la cosa en el tranvía a unas minifalderas paticortas: “Te mando un guasap esta tarde”. Tenía yo ganas de saber qué le mandaba la pecosilla a la morenita que la acompañaba, si una tarta de cerezas o una entrada para el concierto de Andrés Calamaro o una caja de píldoras del día después para sus primeras abluciones sexuales…
No tarde en recibir, de manos de mis herederos, un teléfono celular “que te cagas” –en versión literal al uso–, provisto de sistema Androide (?), cámaras posterior y frontal “de puta madre” –me dijeron–, batería de composición química similar a la del combustible empleado por la NASA… Con el equipo básico más “alguna cosilla” que le habían añadido por su cuenta, pensando en facilitarme la vida. Por ejemplo, la aplicación “Vive Zaragoza” que permite ubicar, sobre un mapa de la ciudad, las paradas del bus –como si uno no viera las marquesinas–, la floristería más próxima a mi domicilio, las farmacias de guardia, los puntos de alquiler de bicicletas –que en mi vida me pasó por la cabeza arrendar una– y otras cumplidas entelequias ciudadanas de similar talante que me importaban exactamente una mierda.
El caso es que aquella cosa negra escondía la tira de sorpresas: para estar bien comunicado –angustioso elegir cómo–, el aludido guasap, más Skype, una segunda línea de Movistar, ChatOn, Gmail, Facebook, Hangouts, Line y el sistema de mensajería de siempre; para leer algo sobre tan chica pantalla, dos lectores de libros electrónicos; para mantener la mente activa, sudokus y juegos de todo tipo –la mayoría, estúpidos juegos de todo tipo–; para entretener mis interminables horas de aeropuerto, música, radio FM, vídeo…
Añadan internet con acceso por voz, calculadora científica, información del tiempo, cambio de divisas, un diccionario de inglés americano, otro de inglés inglés, otro de francés unificado (?) y otro español de la RAE, un medidor de señal wifi, un detector de radares de control de velocidad, reloj con alarma, galería de fotos, brújula para no perder el norte, un libro de recetas de cocina, sonómetro, dos carpetas de almacenamiento “en la nube”, limpiador de caché, acceso directo a Amazon.com y a las noticias del día actualizadas cada poco…¡Ah! También permitía hablar por teléfono, como antaño. Eché de menos un dispensador de palillos de dientes.
De pronto, el aparato silbó un chu chu chí chu chí chu, como un cazador llamando a su perro. Al minuto escaso otra vez y otra y otra y otra … Pitaba al actualizar una aplicación, cuando llegaba un guasap o un mensaje de texto o un correo electrónico en cualquiera de los n-formatos previstos a las n-direcciones disponibles, cuando la batería estaba baja, cuando terminaba de cargar, cuando limpiaba la caché, cuando le salía de los huevos… ¡Neuronalmente insoportable!
Terminé regalando el esplendoroso Galaxy-no-sé-qué-pollas a un indigente que pedía limosna a la puerta de un MacDonals para irse de vacaciones a Cancún.
Dice mi mujer que mis hijos no me lo perdonarán nunca. Yo tampoco.
IMÁGENES: Arriba, una espectacular Marilyn Monroe dando palique a un par de admiradores con un sistema de telefonía dual. Abajo, modelo de comunicación inalámbrica “en la nube” de los indios americanos.