Esta ciudad me provoca irremediablemente el síndrome del asno de Buridán, aquella situación paradójica en la que un pollino, que siempre tenía opciones bien diferenciadas para realizar su elección, un día es colocado entre dos montones de heno de tamaño y atributos exactamente iguales. La duda lo llevará a morirse de hambre, incapaz de tomar una decisión racional sobre cuál de los dos montones será su comida. Cambien el burro por un homo semisapiens –yo mismo– y los montones de heno por cualquiera de las maravillas que colman generosamente Estambul y tendrán el cuadro completo.
Mi campo de batalla, hoy, no es competir con el borrico ni con tantas webs dedicadas a Istanbul, Bizancio o Constantinopla, misma ciudad única entre dos continentes, prodigio de contrastes, caos de color, confusión de razas y amalgama de culturas. Lo que modestamente pretendo es trasladar al lector una brevísima perspectiva oblicua –como en los libros de viajes del siglo XVIII– con la cual obtener una visión desacostumbrada de la que fuera capital de tres imperios, haciendo honor a quien honor merece.
La Mezquita Azul –vidrieras que inventan otra luz–, Santa Sofía, el Gran Bazar, el prodigioso palacio de Dolmabahce o el de Topkapi… son lugares fácilmente accesibles si se elige un hotel adecuado. Los de la Tiyatro Cadessi o calle del Teatro nos sitúan a pasos de la parada del tranvía de Beyazit –no se necesitan taxis con lo que, de paso, se ahorrarán algún cabreo– y a tiro de piedra de todos ellos, del funicular a la plaza de Taksim y del acceso al muelle de Eminönü, desde donde iniciar un paseo en barco –me niego a llamarlo “crucero”– por el Bósforo.
Desde el café de Pierre Loti, en el Cuerno de Oro, al degüello del sol, el tono dorado de sus aguas recuerda el brillo de las joyas de las concubinas del sultán que, una vez caídas en desgracia, eran arrojadas al mar con todas sus alhajas y vestuario. Las mismísimas aguas que cruzó Jasón, con su navío Argo y sus argonautas en busca del vellocino de oro, superando las Simplégades, dos enormes rocas flotantes dispuestas a aplastar todo bajel que osara pasar entre ellas. Una singladura bien aprovechada la de Jasón: conquistó el vellocino ese, que no sé para qué coño lo quería, y se casó con Medea, simplificando la historia.
Como Ulises, el viajero debe hacer oídos sordos a los cantos de sirena –croar de ranas más bien– de quienes ensalcen la cocina turca. Detrás de algunos extraños nombres se esconden platos corrientitos a base de verduras y carne. El testi kebab es uno de los más curiosos; un guiso que se hace en un recipiente cerámico que se rompe para servir. Los restaurantes de pescado –nada extraordinario tampoco– están al final de la Tiyatro Cadessi, descendiendo hacia la seda del mar del Mármara.
El raki, licor nacional, no es más que un anisado que se mezcla con agua, como la palomita de nuestra costa mediterránea. Si le apetece algo más exótico pruebe la boza, una bebida de densidad apreciable, llegada de Anatolia en el 400aC, que se sirve con garbanzos asados. Sabe como a natillas, nuez moscada y otras especias. El sultán Mehmed IV la prohibió en 1648 por su contenido de opio. Creo que ahora ya no lo ponen.
El amante de los libros que casi todos llevamos dentro debería darse una vuelta por la Galeri Kayseri, un bookshop frente a la parada del tranvía de Sultanahmet. Es como una legendaria cueva de Alí Babá de la cultura turca. Llévense Portrait of a Turkish Family, de Irfan Orga y, de paso, admiren la escalera interna en espiral, del arquitecto turco Selahattin. Por esta librería, a quien la CNN y Al Jazeera dedicaron sendos documentales, han desfilado todos los famosos que en el mundo han sido, incluyendo el premio Nobel turco, Orhan Pamuk, y los reyes de Arabia Saudita. Y Marichu, y yo, y mis hijos.
Disfruten leyendo despacio estos versos memorables: “Azulejos de ensueño, de verdes y de azules, con el brillo de siglos y de gemas cautivas, tulipanes y ramos, claveles o planetas, dorados laberintos en los que se quedaron los ojos del calígrafo...”
Dice mi mujer que la belleza no está en las cosas, sino en los ojos de quien las mira.
IMÁGENES: Arriba, la ciudad desde el mar de Mármara. Centro, la impresionante Mezquita Azul. Abajo, Palacio de Dolmabahce desde el Bósforo. Más abajo, detalle interior del Gran Bazar. (Fotos de FG).
Los versos finales pertenecen al poema de José Lupiañez “El sueño de Estambul”.