sábado, 25 de mayo de 2013

Estambul

Istanbul-Golden_Horn-Marmara_Region-Turkey

Esta ciudad me provoca irremediablemente el síndrome del asno de Buridán, aquella situación paradójica en la que un pollino, que siempre tenía opciones bien diferenciadas para realizar su elección, un día es colocado entre dos montones de heno de tamaño y atributos exactamente iguales. La duda lo llevará a morirse de hambre, incapaz de tomar una decisión racional sobre cuál de los dos montones será su comida. Cambien el burro por un homo semisapiens –yo mismo– y los montones de heno por cualquiera de las maravillas que colman generosamente Estambul y tendrán el cuadro completo.

Mi campo de batalla, hoy, no es competir con el borrico ni con tantas webs dedicadas a Istanbul, Bizancio o Constantinopla, misma ciudad única entre dos continentes, prodigio de contrastes, caos de color, confusión de razas y amalgama de culturas. Lo que modestamente pretendo es trasladar al lector una brevísima perspectiva oblicua –como en los libros de viajes del siglo XVIII– con la cual obtener una visión desacostumbrada de la que fuera capital de tres imperios, haciendo honor a quien honor merece.

mezquita-azul

La Mezquita Azul –vidrieras que inventan otra luz–, Santa Sofía, el Gran Bazar, el prodigioso palacio de Dolmabahce o el de Topkapi… son lugares fácilmente accesibles si se elige un hotel adecuado. Los de la Tiyatro Cadessi o calle del Teatro nos sitúan a pasos de la parada del tranvía de Beyazit –no se necesitan taxis con lo que, de paso, se ahorrarán algún cabreo– y a tiro de piedra de todos ellos, del funicular a la plaza de Taksim y del acceso al muelle de Eminönü, desde donde iniciar un paseo en barco –me niego a llamarlo “crucero”– por el Bósforo.

Desde el café de Pierre Loti, en el Cuerno de Oro, al degüello del sol, el tono dorado de sus aguas recuerda el brillo de las joyas de las concubinas del sultán que, una vez caídas en desgracia, eran arrojadas al mar con todas sus alhajas y vestuario. Las mismísimas aguas que cruzó Jasón, con su navío Argo y sus argonautas en busca del vellocino de oro, superando las Simplégades, dos enormes rocas flotantes dispuestas a aplastar todo bajel que osara pasar entre ellas. Una singladura bien aprovechada la de Jasón: conquistó el vellocino ese, que no sé para qué coño lo quería, y se casó con Medea, simplificando la historia.

istanbul palacio-dolmabahe-640x640x80

Como Ulises, el viajero debe hacer oídos sordos a los cantos de sirena –croar de ranas más bien– de quienes ensalcen la cocina turca. Detrás de algunos extraños nombres se esconden platos corrientitos a base de verduras y carne. El testi kebab es uno de los más curiosos; un guiso que se hace en un recipiente cerámico que se rompe para servir. Los restaurantes de pescado –nada extraordinario tampoco– están al final de la Tiyatro Cadessi, descendiendo hacia la seda del mar del Mármara.

El raki, licor nacional, no es más que un anisado que se mezcla con agua, como la palomita de nuestra costa mediterránea. Si le apetece algo más exótico pruebe la boza, una bebida de densidad apreciable, llegada de Anatolia en el 400aC, que se sirve con garbanzos asados. Sabe como a natillas, nuez moscada y otras especias. El sultán Mehmed IV la prohibió en 1648 por su contenido de opio. Creo que ahora ya no lo ponen.

Istanbul Garn bazar

El amante de los libros que casi todos llevamos dentro debería darse una vuelta por la Galeri Kayseri, un bookshop frente a la parada del tranvía de Sultanahmet. Es como una legendaria cueva de Alí Babá de la cultura turca. Llévense Portrait of a Turkish Family, de Irfan Orga y, de paso, admiren la escalera interna en espiral, del arquitecto turco Selahattin. Por esta librería, a quien la CNN y Al Jazeera dedicaron sendos documentales, han desfilado todos los famosos que en el mundo han sido, incluyendo el premio Nobel turco, Orhan Pamuk, y los reyes de Arabia Saudita. Y Marichu, y yo, y mis hijos.

Disfruten leyendo despacio estos versos memorables: “Azulejos de ensueño, de verdes y de azules, con el brillo de siglos y de gemas cautivas, tulipanes y ramos, claveles o planetas, dorados laberintos en los que se quedaron los ojos del calígrafo...”

Dice mi mujer que la belleza no está en las cosas, sino en los ojos de quien las mira.


IMÁGENES: Arriba, la ciudad desde el mar de Mármara. Centro, la impresionante Mezquita Azul. Abajo, Palacio de Dolmabahce desde el Bósforo. Más abajo, detalle interior del Gran Bazar. (Fotos de FG).

Los versos finales pertenecen al poema de José Lupiañez “El sueño de Estambul”.

sábado, 11 de mayo de 2013

Memoria rural con vacas

Una buena parte de mi adolescencia transcurrió enredada entre los caminos que serpenteaban por las praderas de mi lluvioso valle. Veredas de tierra y piedras o sencillas calzadas de asfalto o “caminos de hierro del norte de España”, como nos gustaba llamar –jactanciosos– al ferrocarril sin pretensiones que nos unía con la capital de la provincia.

caserío

El caserío de mi abuelo se ubicaba como a la mitad de un camino rural que discurría entre dos carreteras: la de Portugalete o “carretera de arriba” y la de Bilbao o “carretera de abajo”. Nosotros vivíamos en la de arriba. Cada día recorría varias veces ese camino. Unas, en busca de la merienda que me preparaba mi tía Carmen, casi siempre a base de nata con azúcar –¡tiempos cuando la leche tenía nata!– sobre una espléndida rebanada de pan tierno. En temporada, saqueo sistemático de los árboles frutales de mi abuelo. Otras, para subir a casa la leche para el desayuno del día siguiente y, al tiempo, poner en práctica la primera de las leyes de física que me enseñó la vereda.

the_red_parasol-large-Laureano-Barra[1]

El recipiente para la leche era una “lechera” o cántaro de aluminio sin tapa que me gustaba voltear a toda velocidad con el brazo extendido, admirándome de que la leche no se derramara. En alguna desgraciada ocasión el asa resbalaba de mi mano y, roto el equilibrio de fuerzas centrífuga/centrípeta –de cuya existencia no tenía yo ni idea–, la lechera salía volando varios metros antes de estrellarse contra el suelo. Triste final, como en el cuento de Samaniego. Mi padre, escasamente interesado en la evolución científica, solía remunerar mis experimentos con un par de sonoras bofetadas.

La segunda ley que me enseñó el camino –a fuerza de notar y padecer sus efectos reiteradamente– podría expresarse así:

La posibilidad p de que un cuerpo humano c de masa m se estampe
contra el suelo s,
descendiendo a la carrera por un camino de piedras,
es directamente proporcional al cuadrado de su velocidad v, es decir,

ps = mc · v2

Para mitigar los daños del inevitable impacto apenas se requería algo de agua oxigenada y un brochazo de mercromina a cargo de mi tía Mari, salvo en una desgraciada ocasión en la que tuvieron que escayolarme el brazo izquierdo. Después me caí de una higuera y el efecto g gravitacional –puto Newton– me dañó seriamente la rodilla del mismo lado. Más yeso donde escribir las genialidades de la adolescencia, fechar y firmar.

Un sendero perpendicular al camino conducía a “la cuadra”, que así llamábamos al plácido hábitat de un par de vacas holandesas en blanco y negro, opulentas ubres generosas, miembros de la familia. La más tranquila se llamaba “Estrella” y la otra “Lucera”. Dice mi mujer que el abuelo tenía poca imaginación para nombres de vacas.

En aquel establo se guardaba, para los fumadores adultos del entorno, el exiguo tabaco que permitía la “tarjeta de fumador”, una cartilla de racionamiento franquista sutilmente orientada a erradicar del imperio tan abyecta y despreciable lacra social. Nunca tuvo noción mi abuelo de que su nieto más querido hubiera descubierto el escondrijo de su pequeño tesoro: un par de cajetillas de “picado fino superior” –apestoso– y un librito de papel de fumar “zigzag”.

vaca

Ellas fueron, las vacas, cómplices de mi incipiente vicio y testigos de mis humos iniciáticos y de mis primeras toses. El pestilente olor a bosta de vaca impregnado en mis ropas enmascaraba el incienso del cigarrillo. Toda la familia estaba asombrada de mi repentino amor por aquellos animales.

Años después leí que el tabaco era perjudicial para la salud, y dejé de leer.


IMÁGENES: Arriba, el caserío. Centro, “El parasol rojo” de Laureano Barrau. Abajo, una de las vacas del abuelo.

PREGUNTAS:
1. ¿Cuántas tetillas o pezones tiene la ubre de una vaca?
2. ¿Cuántos kg pesa aprox.?
3. ¿Cuántos litros de leche puede albergar? …
Entre los que acierten las 3 preguntas sortearé un ejemplar de mi libro “Amores pájaros” o “Katutura”, a elegir por el premiado.