sábado, 17 de febrero de 2018

Nouvelle cuisine

Todos nos hemos encontrado alguna vez frente a la carta de ciertos restaurantes en la que los nombres de cada plato resultan difíciles de entender, como minipoemas o versos preciosistas, con un gran poder de seducción a través de las metáforas y la onomatopeya de cada término.

En cuanto a la capacidad descriptiva de estos nombres [1], eso es otro cantar. De hecho, en la mayoría de los casos, después de llenársele a uno la boca con semejantes descripciones y rebuscados sinónimos, la tendencia general suele ser la de esbozar una sonrisa y preguntarle al camarero “¿y esto qué es?”.

Creo que el caso de los nombres de los platos de la llamada nouvelle cuisine —casi nunca hay nada nuevo en la cocina—, es comparable, en cierto modo, con el de los nombres de muchas esculturas y sobre todo pinturas del arte contemporáneo, que tampoco se entienden muy bien a la primera.

Cocido caseroHace años, cuando se cocinaba un pollo con salsa de cebolla acompañado de una menestra de verduras, al plato se le solía dar el nombre de “pollo con salsa de cebolla y menestra de verduras”. Cuando en un cuadro se retrataba a un grupo de damiselas llamadas meninas, se optaba por algo tan sencillo y directo como “las meninas” [2]. Pero hoy no. En los tiempos que corren, los nombres son usados por algunos cocineros o maîtres o quienquiera que se ocupe de ello, como un elemento más dentro de la creación artística, cumpliendo en ocasiones la función de inducir a la sensación de algo, como si la obra —el plato, el cuadro o la escultura— no se valiera por sí misma para lograrlo.

En el caso de la comida, el nombre parece desempeñar una función descriptiva que no se presupone necesariamente en el caso de las obras de arte, ya que el arte, arte es, y a priori, casi todo es permisible. Que el nombre de un plato en una carta de restaurante haga alusión a todo menos a comida, es interpretable, y habrá a quienes les guste y a quienes no. Lo que está claro es que, con demasiada frecuencia, no aporta al comensal la información que necesita acerca de la composición de lo que pretende comer. Algo fundamental, teniendo en cuenta que, en lo que al paladar se refiere, para gustos están los sabores e incluso los colores y hasta los olores.

Si a mí me gusta el carpacho de ternera y las cerezas, yo prefiero que me anuncien un plato a base de estos dos elementos, como “carpacho de ternera con cerezas”, que ya es sugerente de por sí, a que lo hagan como “alegoría de vacuno laminado, engalanado con esencias de lágrimas rojas de primavera”, aunque, en este caso, tampoco lo vería demasiado mal. Lo que creo que no deba faltar en la carta es la información concisa y entendible, más allá y, si acaso, además del rebuscado ornamento.

Recuerdo una vez que, en Manila, en un restaurante local, me aventuré a pedir “hormigas caminando por un tronco de bambú”. La verdad es que no sé por qué lo hice, porque no tenía ninguna gana de comer hormigas. Me picaba la curiosidad por saber qué plato se escondía detrás de aquel absurdo nombre.

Afortunadamente, resultaron ser fideos de arroz con bastoncitos de bambú y minúsculas partículas de carne: ni hormigas culonas, ni antenitas, ni cabezonas rojizas, nada… Una decepción culinaria, vaya.

TortillaA veces me pregunto cómo se llamarían las recetas de mi abuela Dominica en un restaurante de la nouvelle cuisine. Una podría ser, por ejemplo: “redondo de camperos con secreto de cebolla y patatas pochadas” (léase tortilla de patata con cebolla). De otra escribiríamos “chispero castizo en tres actos”; o sea, cocido madrileño. Y otra, “licuado de pan añejo a la liliácea y rojo de La Vera”, digamos, sopa de ajo con pimentón.

Cuentan los ingleses que, para comer bien por allá arriba, hay que desayunar tres veces. Probablemente sea cierto: ellos inventaron la sobremesa para olvidarse pronto de lo que habían comido.

Que fish and chips y caracoles no es comida de señores.

IMÁGENES: Arriba, alubias rojas con arroz y cosas, made by Marichu. Abajo, tortilla de patatas con cebolla, un gran éxito del autor para deleite de cierta periodista paraguaya. (Fotos de FG)

[1] Quien tenga interés en conocer platos con nombres raros, curiosos o extravagantes, sugiero visite mi blog “Gastronosuyas del mundo mundial”. Gracias.[2] Como hizo Velázquez, por poner un ejemplo.

sábado, 3 de febrero de 2018

Argel, Argelia

Un capitán de la Algerie Ferries que conocí en el bar del Aletti —un esplendor del art déco y uno de los lugares más fascinantes de la capital argelina—, sostiene que, cuando el buque se va acercando a la bahía de Argel, el aire adquiere una fragancia peculiar, única en el mundo, mezcla de sal, de pino, de aceite de oliva y de flores.

Estoy desayunando en la terraza del hotel Saint George, construido sobre un antiguo palacio árabe-otomano, rodeado de un precioso jardín botánico. Admiro la disposición escalonada de la blanca ciudad por encima de la bahía, donde dos buques mercantes, reducidos en la distancia a proporciones mínimas, labran largos surcos en el mar de la mañana.

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Aspiro la brisa que viene del Mediterráneo, tratando de encontrar ese aroma de sal, pinos y aceite virgen del que habla el capitán, pero el aire de Argel no me sugiere nada. Solo le encuentro un olor desabrido y desagradable, impregnado de la peste que emana de los tubos de escape de viejos automóviles con motores mal regulados. Apenas el vergel que rodea la terraza tiestos de flores, cactus, palmeras enanas y laureles rosa— consigue disfrazar un poco el tufo-brisa que asciende por la ladera.

Me gusta Argel, pero me produce una vaga sensación de inquietud. Aquí, tótum revolútum, se tropiezan periodistas, policías, rufianes, traficantes de todo lo traficable, agentes de servicios secretos, funcionarios de la ONU, espías internacionales, rameras declaradas oliendo a pachuli y jóvenes novatas con aroma de kebab, unas y otras a la búsqueda de algún pollo medio borracho que llevarse a la cama. Es una ciudad desconcertante que siempre me ha sorprendido por las imprevisibles reacciones de los argelinos.

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Llegué en plena argelización de Argelia; es decir, las placas con el nombre de las calles, de los barrios, las indicaciones de tráfico, la rotulación de negocios de cualquier tipo y las cartas de los restaurantes —antes bilingües en francés y árabe debían redactarse, obligatoriamente, solo en árabe, y los funcionarios de cualquier nivel forzados a expresarse únicamente en ese idioma.

Una mañana, me dirigí puntualmente a la reunión que tenía convenida con un técnico de una Sociedad Nacional —las populares SONA algo—, con quien siempre me había entendido en francés. Pues bien, me pareció como si, de pronto, aquel hombre se hubiera vuelto imbécil de baba, olvidándose de la lengua de la metrópoli, misma con la que se había educado en alguna universidad francesa. Inútil tratar de que hablásemos en francés o incluso en inglés, suponiendo que no quisiera saber nada de sus antiguos colonizadores galos.

La Embajada de España me facilitó una traductora a tanto la hora, obviamente—, estudiante de etnología sahariana, simpática y un pelín revolucionaria, que se negaba a tomar un taxi y me obligaba a movernos en sucios y malolientes autobuses. Cuando protesté me dijo que allí no estaban aún para desodorantes, la muy guarra.

Nunca me he sentido más ridículo, hablando en francés a un tipo que me entendía pero simulaba no entenderme y la chica traduciendo su respuesta del árabe al francés, es decir, a un idioma que hablábamos perfectamente los tres implicados en aquella grotesca comedia. Tal vez funcionario y traductora concibieran aquello como “el no va más del progresismo y la revolución popular” o tal vez no, y estuvieran ciscándose para sus adentros en la puta madre que parió a los políticos salvapatrias que inventaron lo de la argelización del país.

Fuera como fuese, nunca me lo dijeron.


IMÁGENES: Arriba, Hotel Saint George, hoy Hotel El-Djazair, por aquello de la argelización. Abajo, Argel desde la bahía. En primer término, el Hotel Aletti, hoy Hotel Safir por idénticas razones.