sábado, 21 de mayo de 2016

Lincesa

Aunque algunas universidades titulan ya en femenino a sus egresadas, mi amiga Ángela sostiene que ella es “ingeniero” porque así lo rubrica el título universitario que obtuvo hace unos años. De ninguna manera desea que la llamen “ingeniera” como reclaman feministas y feministos de variado pelaje y catadura política cuando se refieren a “la necesidad de ofrecer un marco comprehensivo sobre la visibilidad de género a través del estudio de los métodos que la configuran” [1]. Es decir, derivar el idioma hacia un galimatías inmanejable.

El tema de hoy se me ha ocurrido después de leer en el diario ABC de Madrid, que una “lincesa” ha matado a dos de sus tres jóvenes cachorros linces. Prescindiendo de la noticia en sí, que será objeto de estudio más sesudo por quien entienda de ello, me han chirriado los dientes y los molares leyendo la palabreja. Se me hace difícil admitir que un periódico como el susodicho ningunee el epiceno: un solo género gramatical, que puede designar seres de uno y otro sexo; p. ej., bebé, lince, pantera, víctima, según el diccionario de la RAE. Observen que, precisamente, cita “lince” como ejemplo de uso.

Descartado que se trate de un simple lapsus cálami, del que ninguno estamos libres en un momento de descuido, la utilización del vocablo parece intencionada. Sorprendente cuando menos, por cuanto el “Libro de estilo” [2], redactado por el Consejo de Redacción del ABC, recoge el epiceno como aplicable a animales, añadiendo la especificación macho o hembra para diferenciar su sexo. Es decir, “un lince hembra” hubiera quedado perfecto.

Nadie duda de la importancia del género. Confundir centena con centeno podría derivar en un relevante caos matemático y un desbarajuste alimenticio entre monogástricos y monogástricas, dada la imposibilidad de extraer la raíz cuadrada del centeno o alimentar a burros y burras con centenas, aunque fueran generosas centenas de millar.

Se ha puesto de moda esto de la visibilidad de género como si antes no se nos viera–, especie de epidemia paranoica entre políticos que se dicen progresistas, por más que uno no sepa dónde coño está el progreso cuando se refieren a ciudadanos y ciudadanas, vascos y vascas, españoles y españolas… que usan con innegable fruición, prodigalidad y sinsentido.

Algunas instituciones, cuyo nombre no me apetece mencionar, han creado “observatorios de igualdad de género” cuando quieren decir sexo– con el objetivo prioritario de promocionar la igualdad de oportunidades de todas las personas que forman la comunidad educativa: alumnado, profesorado y personal de administración y servicios. Me pregunto: ¿Qué tiene que ver la igualdad de oportunidades con la supuesta igualdad de género? Las oportunidades hay que dárselas a quien se las merece en función de sus capacidades, independiente de su sexo o de cualquier otra condición. Observen que, en este caso, toda la comunidad que se invoca está formada por elementos del género masculino: “el” alumnado, “el” profesorado y “el” personal… Curioso al menos.

En fin, que un día de estos podríamos enterarnos por la prensa de que una soldada, jóvena caba del ejército, ha sido matrimoniada con un trapecisto del Cirque du Soleil.

Pues eso: un circo.

IMÁGENES: Arriba, lince en La Cuniacha, parque faunístico de los Pirineos; abajo, Cirque du Soleil en la Exposición Internacional de Zaragoza (2008) dedicada al agua. (Fotografías de FG)

[1] Aproximación a un modelo de análisis de la visibilidad en la universidad desde la perspectiva de género, Universidad Autónoma de Barcelona, 2012.

[2] Libro de estilo del ABC, pág. 84, Ed. Ariel, 2001.

sábado, 7 de mayo de 2016

Mi amigo Nikolay

En aquel paraíso –comunista– nunca faltaron las manzanas. Venían de Kazajistán, una república soviética al sur de la URSS cuya capital, Almá-Atá [1], significa en ruso “padre de las manzanas”. En la región, distinguida como el hogar ancestral de esta fruta, hay una gran diversidad genética de manzanas silvestres, una de cuyas variedades [2] se considera probable candidato para el ancestro de la manzana moderna. Las que crecían al noreste de la capital, cerca de la principal instalación de ensayos y pruebas nucleares soviética, llegaban al mercado con cierta carga radiactiva, aunque las autoridades nunca se preocuparon ni advirtieron de ello a la población consumidora.

sergei 2En aquel paraíso comunista– tampoco faltaron nunca remolachas, zanahorias y algunos tubérculos y raíces que se vendían a la salida de las estaciones del metro en precarios y abigarrados puestos de hoscas campesinas, pregonando sobre la nieve helada la excelencia de su mercancía siempre fresca, claro está, con las manos forradas con un par de capas de guantes de lana. En estos puntos podía uno tomarse un reconfortante caldo vegetal, servido calentito en un cuenco de higiene más que dudosa, o engañar al estómago con alguna empanada o pirozhki de inidentificable composición. Vegetales y tubérculos se vendían con la tierra adherida al producto y sin prescindir de las hojas que, convenientemente cocinadas, pasarían a formar parte del borsch, solianka o cualquier otra sopa, primer plato de consumo diario.

En aquel paraíso que digo comunista– vivían mi amigo Nikolay y su esposa Lena. Ella, una rusa del Volga obsesionada por la salud y por cuantas pócimas prometen eliminar arrugas y prolongar la juventud. Él, nacido entre los manzanos de Alma-Atá y educado en Moscú, antiguo director general del extinto Consejo de Asuntos Religiosos, un organismo destinado a “ayudar a las organizaciones religiosas a mantener contactos internacionales, a participar en la lucha por la paz y a fortalecer la amistad entre los pueblo” [3]. Desde el otro lado: “un centro para captar las voluntades de popes, pastores y sacerdotes occidentales en favor del comunismo“.

Palacios comunistas

Nikolay, cesante desde la disolución de la URSS, tenía demasiados lazos con el antiguo régimen como para conseguir un trabajo en el nuevo. Jubilado a pesar suyo, recibía una pensión que apenas bastaba para que su esposa y él sobreviviesen algo más de una semana. Para llegar a fin de mes, debía desempeñar mil actividades: ajedrecista profesional, marchante de arte moderno, mediador en adopciones y apicultor. Eso sí, en compensación por los años trabajados, tras aguardar turno en interminables listas de espera, tenía derecho a disfrutar de unas vacaciones familiares gratuitas en residencias estatales a medio camino entre la mugre y la ruina.

Lo que más llamaba la atención en su rostro eslavo eran los ojos, increíblemente azules e impenetrables. Reía poco y si lo hacía no iba más allá de un mohín irónico. Sus aires de cosaco me recordaban el comentario de una colega cubana trasferida a la URSS: “Al llegar a Moscú todos los rusos me parecieron osos a punto de darme un zarpazo en la yugular, pero cuando descubrí que el alma eslava y el alma latina comparten sentimentalismo y emotividad, me sentí como en casa“. La inexpresividad facial del plantígrado no desmerecería de la contención taciturna de mi amigo. Tanta que muy bien podría ocultar un pasado repleto de zarpazos.

Nikolay, capaz de echarse al coleto sin respirar un vaso alto de vodka con chiles, acaba de morir en su miserable apartamento del paraíso comunista– en el que vivió, lejos de los manzanos que le vieron nacer.

Descanse en paz.


IMÁGENES: Arriba, sopa de remolacha; abajo, edificios de apartamentos: los “palacios comunistas” de la URSS profunda. De vez en cuando, funcionarios del gobierno retiraban los carros repletos de basura y desperdicios domésticos.  

[1] Almá-Atá en ruso o Almatý en kazajo, fue capital de Kazajistán hasta 1998, cuando la capitalidad de la república se trasladó a Astaná.

[2] Malus sieversii.

[3] Según la Gran Enciclopedia Soviética, 3ra. edición, 1978.