sábado, 19 de diciembre de 2015

Restaurante ¿español?

Aquellos afortunados –es broma– que siguen mi blog con admirable paciencia, saben que me gusta escribir sobre la cocina étnica, habitualmente positiva y satisfactoria, sobre todo si uno no le hace ascos a las orugas del mapani en Sudáfrica, a los insectos torraditos en Vietnam o a los blancuzcos gusanos del coco en África Occidental, por poner algunos ejemplos que nos permitan centrarnos.

Pues bien, nunca imaginé que había que venir tan lejos para comer tan mal. Mi primer almuerzo en Filipinas, antes de meterme a explorar los restaurantes locales, fue una elección equivocada: un establecimiento español –sí, español– que, según su web, lleva seis décadas “enamorando a sus clientes con los tentadores sabores de Castilla” que, además, dice, “se han ido perfeccionando con los años”.

Enamorarse es un proceso físico y químico en el que suelen influir múltiples factores, ninguno de los cuales se dejó ver para la ocasión. El local es decentito, sin estridencias. Se agradece la falta de la decoración seudo-española tan al uso y tan desafortunada. Nada más sentarse uno a la mesa, se pone de relieve la primera falacia: no hay mantel ni servilletas. Ni siquiera de papel, aunque luego, a petición, me trajeron una de tela y unas toallitas húmedas para limpiarme las manos, como las que se usan para cuidar el culito de los bebés.

 No hay carta de vinos. Sin embargo, me ofrecieron un tempranillo de la casa, por copas carísimas, que resultó ser, y no exagero, lo peor que he bebido en mi vida y, para colmo, caliente a más no poder. Eché una ojeada a las botellas de la estantería ¡sin encontrar una sola etiqueta patria! Identifiqué las peores marcas globales, la basurilla de varios países, incluso de Francia, donde también se producen vinos bien malos.

La carta ofrecía un amplio repertorio de diferentes tipos de paella cuya elección, por amargas experiencias, suelo rechazar de plano, cualquiera que sea el adjetivo que le atribuyan: valenciana, de pollo, de verduras, de conejo, de marisco… Me da igual, porque el arroz suele adquirir la consistencia del engrudo usado para pegar carteles.

Me animé a media docena de langostinos al ajillo que, en la foto, tenían muy buena pinta. Se les veía enteros, a la plancha y sin pelar, con unas láminas de ajo por encima. Hubieran lucido bastante bien en la bandeja, a no ser por sus cabezas negras como el azabache y la repelente gelatina verde-azulada que desprendían al separarlas del cuerpo. Luego resultaron dificilísimos que pelar, duros –excesivo tiempo de plancha– y desaboridos. Me dejé dos enteritos, con lo que a mí me gustan.

Podría seguir hablando de unas anillas de calamares a la romana, recubiertas con un dedo de rebozo inidentificable y servidas con una insulsa salsa alioli y un limón que resultó que no era limón sino calamansi, minúsculo y sin jugo. Pero no quiero aburrirles con esta mi primera entrega desde las “Pilipinas” del rey Felipe II. Tendremos ocasión de seguir desde estas ínsulas en otro momento.

Lo positivo del restaurante es que se encuentra muy cerquita de mi hotel, apenas a un par de calles algo estrechas y sinuosas. Lo negativo, según se mire, que para llegar hay que atravesar el barrio de furcias –juro que nadie me advirtió– donde los vendedores callejeros me ofrecieron viagra, cialis y otros expectorantes, sin ningún rubor.

No sé si por pura intuición o porque se me notan ya las carencias.


IMÁGENES: Arriba, paella al estilo de mi mujer, es decir, deliciosa. Abajo, supuestos callos a la madrileña absolutamente incomibles.

sábado, 12 de diciembre de 2015

El rey de los vientos

Si hay un elemento que identifica nuestro clima en Zaragoza, es el cierzo, que corre a sus anchas por el valle del Ebro sacudiendo árboles y ventanas, alzando faldas,  levantando nubes de polvo, arremolinando la hojarasca del otoño y llevándonos en volandas.

La primera referencia que se conserva sobre el cierzo aparece en los albores del siglo II aC, cuando Catón el Censor, viejo cónsul romano que trajinó por Hispania luchando en mil batallas, no olvidó anotar en sus crónicas lo feroz que le había parecido el viento del Ebro, al que denominó cercio: “Al hablar te llena la boca, derriba hombres armados y carros cargados”, afirmaba, tal vez exagerando un poco.
Siglos después, cuando en Zaragoza teníamos una base aérea de la USAF, la emisora FM de los gringos se identificaba en inglés como trasmitiendo from de windy city, es decir, “desde la ciudad del viento”, como Chicago. [1]

Numerosos autores se han referido al cierzo en sus glosas, desde el bilbilitano Marcial, también en época romana, hasta José Antonio Labordeta [2], carismático cantautor de lo aragonés, que le dedicó algunas composiciones memorables. Ciertos artistas plásticos han conseguido obras de gran belleza inspiradas en nuestro viento, que ha dejado su huella en nuestra cultura popular, en el urbanismo moderno y en la arquitectura convencional.

El cierzo modela el paisaje, erosiona los cerros dejándolos pelados e inclina los árboles en la dirección de su soplido. Algunos de ellos apenas desarrollan ramas por el lado de barlovento, al igual que los “pinos del viento” o pini winis en las Antillas Holandesas. Integradas en los yermos parajes de Aragón, podemos ver rodar a las “capitanas”, esos arbustos inconfundibles en forma de bola de las desoladas escenas de las películas del Oeste, que son arrancados por el cierzo y, en su camino, van esparciendo sus semillas para que la vida continúe.

El cierzo es un viento frío y seco que, a menudo, nos trae frío polar y, a cambio, se lleva la niebla y la contaminación. Es un viento del Norte que, al llegar por el Moncayo [3], choca contra las montañas del Sistema Ibérico que flanquean el valle y toma la dirección del río, perdiendo fuerza a medida que se aleja hacia el Mediterráneo.

No trae humedad, sino que se la lleva, ejerciendo un efecto desecante, como si fuera un aspirador. Sopla durante más de 150 días al año, persistente y racheado. A veces se enrabieta como si hubiera enloquecido, alcanzando intensidades que superan de largo los 100 km/hora, hasta la máxima racha de 160 km/hora registrada en 1954. La alerta por viento se activa en Zaragoza cuando supera los 60 km/hora, si bien, en otras ciudades españolas, el umbral es mucho más bajo. Dicen que ha llegado a mover los vagones del ferrocarril y que, cuando las locomotoras iban a carbón, resultaba difícil avanzar contra el viento.

Con frecuencia nos acobarda, levanta tejados, desgaja ramas y rompe antenas, pero también nos aporta beneficios, haciendo funcionar, generoso, los molinos de producción eléctrica que pueblan el paisaje del valle, parques eólicos que inyectan millones de megavatios a la red eléctrica, reduciendo el consumo de combustibles fósiles y mejorando el medio ambiente.

¡Salve, rey de los vientos!


IMAGENES: Arriba, mapa de la Comunidad Autónoma de Aragón, atravesada por el río Ebro. El clima a que me refiero corresponde a Zaragoza y amplios alrededores a lo largo del valle. Centro, Marcial (40 – 104 dC) escribió un total de unos mil quinientos poemas pertenecientes a un solo género literario, el epigrama, en el que no tuvo rival en su tiempo (Foto: Wikipedia). Abajo, árboles esculpidos por el viento en la ladera de Moncayo (Foto: Moncayoman.com).

[1] Para conocer el origen del apodo “ciudad de los vientos” a Chicago, sugiero visitar una interesante página pinchando sobre el enlace anterior, arriba, en azul.

[2] Conocí a Labordeta en Nueva York y luego, ya de mayores, compartimos algunas tardes de tinto y conversación en nuestra querida ciudad de Jaca, en el Pirineo Aragonés. Labordeta (1935 – 2010) escribió estos versos que tomo de una de sus canciones:
Polvo, niebla, viento y sol
y donde hay agua, una huerta;
al norte, los Pirineos:
esta tierra es Aragón.


[3] El Moncayo es una montaña del Sistema Ibérico situada entre las provincias de Zaragoza (Aragón) y Soria (Castilla y León). Con sus 2.314 msnm, es la máxima cumbre del Sistema Ibérico. Detalles en la web Moncayoman.com.

NOTA – La información contenida en esta entrada es, en parte, de elaboración propia y, en parte, obtenida de las fuentes citadas y del diario Heraldo de Aragón.