“Amar, querido amigo, es un verbo.
El amor, el sentimiento, es el fruto de amar, el verbo.
De modo que ámela: sírvala, sacrifíquese por ella, comparta sus
sentimientos, apréciela, apóyela… ¿Está dispuesto a hacerlo?”
(Stephen R. Covey)
Esto que voy a contrales es una pura ficción aunque, en parte, podría decirse que se trata de un cuento de hadas. No hay princesa, pero tenemos un tipo común convertido en príncipe a los ojos de una amiga mía, también una chica normal. Bueno, con unos kilitos de más adosados a las caderas, una sonrisa franca y unos ojos de encantadora de serpientes, en esa edad en la que se supone que se debe aprovechar cualquier oportunidad con los hombres –príncipe o funcionario– que se crucen en la vida de una mujer.
El caso es que fue verse y enamorarse: “Soñaré con los besos que aún no me has dado y mi felicidad será la promesa de tu amor sincero”. Seducción a primera vista, deslumbrante anhelo romántico, intensa atracción sentimental. Desde el día del primer encuentro no volvieron a separarse.
“¡Es el príncipe de mis sueños!”, pregonaba la damisela a sus amigas más íntimas. Y acto seguido iba describiendo, una a una, sus maravillosas peculiaridades: cariñoso, atento, educado, buen porte, amante fogoso… Recordaba todas las fechas, todos los detalles, incluso alguno que ella olvidaba. Vestía correctamente, bebía algo menos de lo usual, le regalaba flores en cualquier ocasión… No existía mejor príncipe que el suyo y nadie en el mundo le haría cambiar de idea, aunque no fuese exactamente azul porque, gracias a Dios, el mozo no tenía problemas circulatorios.
Se casaron como en los cuentos. Dos niñitas monísimas vestidas de blanco le llevaron los anillos al altar. La fiesta fue memorable en la estancia del papá del príncipe, al aire libre, sin una nube que enturbiase el celeste azul, degustando un generoso asado de la mejor carne, de la que mandan a Europa con la cuota Hilton. El príncipe lucía su esbelta figura enfundada en un terno de color gris ceremonia. La novia estaba lindísima y el champán bien helado. Los invitados se comportaron como caballeros: nadie vomitó ni tomó demasiado ni hizo nada indebido. Todo perfecto.
Pero, como en la vida, los cuentos, a veces, no tienen un final feliz. Acabo de encontrarme de nuevo con mi amiga, luego de tres años de casada. Ahora es una mujer de ojos apagados y sonrisa triste que lucha desesperadamente por salvar los últimos valores de su matrimonio. No podía creer lo que me estaba contando.
Poco a poco, el príncipe dejó de ser amoroso. Su prioridad era juntarse con sus amigos a ver el fútbol o jugar a las cartas, mientras chupaban hasta altas horas de la noche. De cariñoso pasó a indiferente y luego a maleducado. Olvidó los detalles, y en su atractivo perfil de antaño lucía hogaño una abultada panza. Los buenos modales se habían convertido en palabras soeces e intolerables faltas de respeto y la llama de la pasión no era más que un fósforo consumido y pisoteado por la rutina. No más flores por San Valentín ni aniversario de boda ni cumpleaños. El príncipe se había convertido en un repugnante sapo.
La chica lloraba, y juraba y perjuraba que no había sido ella la culpable de tales cambios. “¿Por qué? ¿Por qué?”, se preguntaba. Entre lágrimas y suspiros me dijo una frase, una moraleja, para tener en cuenta: "Las mujeres deberíamos fijarnos bien antes de casarnos con un príncipe, no vaya a ser un sapo disfrazado de alteza real".
Dice mi mujer que la perfección tiene siempre algo de mentira.
IMÁGENES: Arriba, dos parejas besándose en la ciudad rusa de Stavropol, pese al intenso frío; centro, la boda al aire libre; abajo, sapo con corona real.
El Rey Rana es un cuento de los hermanos Grimm que puede leerse pulsando aquí.