Olvidé sacar la tarjeta de embarque por internet y, al día siguiente, tuve que pasar por el mostrador de Iberia con mucha antelación por si me podían asignar mi asiento preferido. Me gusta el “A” porque mi oído izquierdo, un poco apagado ya, queda sin nadie al lado, huérfano junto a la ventanilla. El derecho me permite mantener una conversación normal, a decibelios razonables, con mi vecino y con la azafata, respondiendo con soltura a su pregunta, aburrida y monótona, de si prefiero pollo o pasta. Lo de conversar con mi vecino es un decir, dado que tengo cierta propensión a dormirme profundamente en los viajes largos. Bueno, y en los cortos.
El caso es que sí, que me dieron un “A” pero, lamentablemente, en una fila al fondo de la enorme aeronave. Lo bueno, que mi vecino se fue a conversar con alguien a quien conocía y me dejó su sitio libre para poner mis cosas, mis pies y la bandeja de la comida una vez terminada de ingerir. Lo malo que, tan atrás, cuando te llega la prensa no queda en el carrito más que el USA Today y el Financial Times. Me decido por la revista Ronda Iberia del bolso frente a mi asiento.
A través de ella me entero, mientras despegamos, de que en Tokio han aparecido restaurantes de gatos, que no son sitios donde se coma gato ni tampoco donde vayan los gatos a comer, como pudiera suponerse, sino lugares a donde acuden los japoneses a buscar la calidez afectiva de estos animales de compañía. Dice la noticia que es que las gentes del Japón andan faltas de ternura.
¿Por qué será que el concepto “ternura” tiene –al menos en español, inglés y francés– dos significados bien distintos, uno más anímico y el otro más gastronómico? Seguro que, etimológicamente, proceden de la misma raíz y que no están relacionados con la cosa japonesa, algo más cursi, más como de decoración de restaurante chino. No obstante, eso de que la ternura afecte al sentido del gusto debería ser, cuando menos, motivo de reflexión.
¿Por qué será, también, que a todas las azafatas y azafatos les gusta dejarte claustrofóbicamente encerrado, con la bandeja de la comida sobre la mesita desplegada, mucho después de terminar de engullir aquella cosa calvinista y hereje? No puedes levantarte, no puedes mear si te meas, no puedes mover pie ni pierna y te dan ganas de gritar: “¡se den prisa, coooño!”
Con ayuda de la botellita de vino de la impúdica cena y un culín de Cardenal Mendoza que me obsequió la Rotenmeyer azafata, caí redondo. No llegué despierto ni a cuando recogían las bandejas y volví al mundo con el aterrizaje, casi 10 horas después. Una delicia de viaje.
En tierra, evacuada la vejiga y medio zombi, a menos de las seis de la mañana, me fui al sector de conexiones internacionales donde, por excepción, solo me hicieron cambiar de mostrador dos veces. Guarulhos, en Sao Paulo, es totalmente ineficaz, como si lo hicieran adrede para que pierdas el avión. Las escaleras mecánicas funcionan casi todas, aunque algunas zonas huelen considerablemente mal. Hay que anotar en su descargo que han abierto una terminal de nueva planta para lo del Mundial de Fútbol, desde la que se realizará la conexión –ya estará funcionando– con los vuelos de la TAM a Paraguay.
La modorra persistió insistente durante el vuelo hasta Asunción y otra vez me desperté con la convulsión de las ruedas contra la pista de aterrizaje. Allí, a la salida de la terminal, estaba Édgar, el conductor grande, hipertenso, tímido, gordísimo, a quien le ataca la gota de vez en cuando y se ríe de su cojera, esperándome con el coche limpio.
Deshaciendo la maleta, me di cuenta de que en algún lugar me habían desposeído de la camarita de fotos que me compré en Panamá, pero me dejaron la funda para que no lo notara.
Con toda delicadeza. Todo un detalle.
IMÁGENES: Arriba, un sueñecito nunca viene mal. Centro, la hora de la cena. Abajo, espectacular Asunción, plaza Uruguaya.