Dedicado a mis amigos Manuel, Paco, Jorge y Ramón,
paellas de autor en Areguá, Asunción y Guatemala.
Todo el mundo la conoce, pero muy pocos han tenido la oportunidad de degustar, fuera de España, una paella de verdad. Como hicieron con la cocina asiática, los británicos son expertos en ultrajar recetas milenarias adaptándolas al deplorable gusto de las islas. Una vuelta por los mercados callejeros o supermercados británicos es suficiente para darse cuenta de la popularidad de la paella española, a la que llaman payela en un alarde de ineptitud lingüística.
El primer desatino anglosajón es suponer que todo plato español que se precie debe llevar chorizo y que, por tanto, se trata de un ingrediente que no puede faltar en la paella para merecer la aprobación de ladies and gentlemen. El embutido ni siquiera es español: una verdadera lástima con todos los “chorizos” [1] de todas las calañas que podríamos exportar. Segunda pifia: el componente más importante de la paella, el arroz, es lo de menos, sea integral, vaporizado, tailandés, largo, corto o glutinoso… Todo vale con tal de que se vea, eso sí, bien amarillo.
En un restaurante callejero de quita y pon, con las paelleras colocadas sobre un fuego vivo, los cocineros comienzan la preparación de la bazofia echando sobre el metal caliente diminutas gambas y barbados mejillones, como si quisieran hacerlos a la plancha. Enseguida, un condimento concentrado –una especie de cubitos Maggi–, agua fría y un inmenso cajón de arroz precocinado, amarillo a tope, contrastando con abundantes rodajas de color chorizo y otros ingredientes de imposible identificación que revuelven continuamente con dos grandes espumaderas, como si estuvieran elaborando un rancho militar [2]. Todo es congelado, excepto el agua.
Al cabo de diez minutos, llega la gran herejía: por encima del arroz esparcen una más que generosa cantidad de cebolla cruda sin dejar de revolver con entusiasmo de cara al público admirador. Cinco minutos más tarde el arroz está listo. Asombroso, ¿verdad…? Sirven más de 500 raciones cada día a 4 libras la pequeña, 6 la mediana y 7,50 la grande.
Los despropósitos se suceden en la pérfida Albión. Me gustaría conocer al brillante cerebro marketiniano que ha tenido el valor necesario para comercializar un sándwich de paella con chorizo en los populares supermercados Tesco, bajo la vergonzante etiqueta de Spanish. Le ofrecería otra idea genial: un bocadillo de polvorones de Estepa. Con chorizo, of course.
La Diosa del Arroz debe estar enojadísima ante tanto disparate. O tal vez no, que a veces es difícil entender a los dioses. Una leyenda de los deang –minoría étnica china– cuenta cómo, en tiempos remotos, Buda y la Diosa del Arroz compitieron por demostrar su poder. En un momento en el que Buda hacía una fiesta religiosa, la diosa desapareció. La gente, sin arroz, perdió el gusto por la celebración y el propio Buda tuvo que salir en busca de la diva para que regresara.
El cultivo de este cereal suele acompañarse de variadas ceremonias en honor de la mentada, rogando por una buena cosecha. Al borde del campo, y antes de que los hombres comiencen a arar la tierra, las mujeres cantan: "Oh, diosa, ven a proteger nuestros cultivos, no dejes que los animales los pisoteen". Durante la siembra, la gente sacrifica un pollo y un cerdo para celebrar en la plantación una comida ritual, y se cantan canciones de alabanza que los niños acompañan con címbalos y tambores para ahuyentar las tormentas. Mientras la trilla, el arroz nuevo se mezcla con el viejo y se le ofrece al buey, al perro y a la Diosa del Arroz, para agradecerles por haber protegido la tierra.
Dice mi mujer que si la Diosa supiera las atrocidades que se cometen con su arroz y nuestra paella, de algunas cities anglosajonas no quedaría piedra sobre piedra.
IMÁGENES: Arriba, paella callejera. Centro, ¡sándwich [3] de paella! Abajo, fragmento de la Diosa del Arroz, acrílico en papel, de autor desconocido.
Devi o Dewi Sri, la diosa del arroz maduro salió, según el mito, de una joya que había subido a la superficie de la tierra la serpiente de los infiernos Antaboga. Devi murió cuando se negó a casarse con el dios del cielo Batara Guru. Entonces su vulva parió las cosechas de arroz.
[1] El significado procede del caló, una lengua variante del romaní utilizada por el pueblo gitano. La acción de “robar” se escribe en caló “chorar”, al ladrón se le llama “choraro” y a la ladrona “chori”. Con el tiempo, la popularización de estas palabras y su utilización dentro del lenguaje coloquial entre la población “paya”, acabó transformándolas en “chorizo” o “choricear”, tal y como hoy las conocemos.
[2] Regla número uno del cocinado de una paella: el arroz no se remueve. ¿Por qué? Porque no queremos que suelte el almidón y se nos convierta en engrudo para juntar ladrillos o pegar carteles en las tapias.
[3] Al inglés John Montagu IV se le atribuye el invento del sándwich. Se cuenta que durante las negociaciones de la Paz de Aquisgrán su pasión por los juegos de naipes lo habría llevado a descuidar las comidas. Preocupados por ello, sus criados se las ingeniaron para prepararle alimentos que pudiera comer sin dejar de jugar a las cartas. Así pues, el conde se acostumbró a utilizar dos rebanadas de pan para evitar mancharse los dedos con el fiambre y las carnes frías que le servían para comer, lo que le permitía satisfacer su apetito sin dejar de jugar como un verdadero caballero británico.