sábado, 30 de marzo de 2013

Primaveras

En cuanto la temperatura “sube” hasta los cero grados y amanece el primer día discretamente soleado, se considera que el general invierno –como llaman en Rusia a la interminable estación fría– ha sido derrotado. Para las féminas supone el advenimiento más o menos oficial de la primavera y el momento de tomar los primeros baños de sol, elusivo y escaso por estas latitudes.

La muralla de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, en San Petersburgo, es un lugar habitual para exponer al sol los blancurrios y lechosillos cuerpos de las peterburguesas, tras largos meses de oscuro frío insoportable. Todo está permitido: por abajo bikini, tanga, culote… y a media altura, corpiño, sostén, brasier… Todo vale, aunque no puedan desprenderse del abrigo de piel, necesario para apoyarse contra la pared porque la piedra está helada y el suelo cubierto de nieve. La gente invade parques y jardines y la vida reaparece con el júbilo del primer verdor.

Al anochecer, las mujeres acuden a las discotecas a lucir su nuevo look. A mí me gusta tomar un vodka bien frío en el Strelka, un lugar algo cutre en la Isla de los Conejos –no se rían, que el nombre es cierto–, con piso de madera de ese que cruje al caminar. La música es agradable y suena a los decibelios adecuados. No suele faltar algo de latino o celta con lo mejor del folk ruso, excelente fondo para una conversación romántica si se tercia.

A medio globo terráqueo de distancia, en México, la llegada de la primavera azteca se celebra el 20 o 21 de marzo. Cientos de personas ascienden a la cima de la Pirámide del Sol, la tercera más grande del mundo, para recibir al astro rey en su equinoccio del hemisferio norte.

En las Islas Británicas, durante el segundo sabbat del año celta, la luz va dominando a la oscuridad. Los druidas hacen sonar una enorme bocina para despertar a la tierra que albergará la semilla. Con la inestimable ayuda del sol, la luz y el calor que la hace germinar, la fuerza de ambos propiciará que nazca una nueva esencia, una nueva vida: la resurrección del mundo.

Flores de primavera

En otro lugar del planeta, al norte de Canadá, la llegada de la primavera marca el momento del año elegido por los inuit de Kangiqsujuaq para ir en busca de los apreciados mejillones, que les permiten variar su dieta después de un largo invierno sin opciones. Es una tarea peligrosa. Durante las horas de marea baja, perforan un agujero en el hielo para introducirse en el mar glacial, donde recogen todos los moluscos que pueden, saliendo a la superficie antes de que vuelva a subir la marea. La principal dificultad consiste en encontrar, desde la negrura de abajo, la luz del agujero por donde entraron.

Mucho menos seductora que las primaveras anteriores, las revoluciones y protestas originadas en varios países del norte de África dieron lugar a lo que los medios no tardaron en bautizar como “primavera árabe”. Protestas laicas de índole social, en contra de las condiciones de vida despóticamente custodiadas por regímenes corruptos y autoritarios: el desempleo, la inseguridad de los ciudadanos, la falta de libertades, la alta militarización, la discriminación de la mujer o la falta de infraestructuras, entre otras muchas causas. Sistemas nacidos de los nacionalismos árabes que fueron convirtiéndose en gobiernos represores, impidiendo una oposición política que, finalmente, estalló con el vigor imparable de la nueva estación.

Dice mi mujer que ningún general asedia al adversario con tanta delicadeza como la primavera. Después de su victoria, se retira sin ruido por las rutas del verano.


IMÁGENES: Arriba, muralla de la fortaleza de San Pedro y San Pablo en Óstrov Záyachi o Isla de los Conejos, río Neva, San Petersburgo, Rusia. Abajo, flores de primavera en el Pirineo Aragonés.

sábado, 16 de marzo de 2013

Cómo sobrevivir en un aeropuerto

Conozco más aeropuertos que ciudades. Aeropuertos de paso en ciudades sin atractivo que no he tenido interés en visitar. En ellos llevo invirtiendo una parte importante de mi vida, alimentándome o durmiendo, leyendo o bostezando, trabajando o viendo pasar el día o, simplemente, esperando. Los aeropuertos, como las ciudades, tienen personalidad propia. Los hay cómodos y penosos, acogedores e inhóspitos, coquetos y desaliñados, enormes y recoletos, sucios, feos, descuidados, incómodos y fríos. Lo importante es conocerlos, saber lo que dan de sí, entender sus peculiaridades y distraer las horas de la mejor manera posible.

Si la espera es larga o intenta uno ahorrarse una noche de hotel, que nunca viene mal, Londres-Headthrow es el lugar correcto. El viajero podrá dormir en agradable penumbra sobre la moqueta de detrás de la puerta de la capilla que encontrará siguiendo la señalización blanco sobre azul. El lugar es seguro y existe un baño próximo donde asearse.

aeropuerto sueno

En Frankfurt, al final del pasillo que conduce a las salas VIP de las compañías, descubrí una zona de penumbra con tres o cuatro tumbonas ideales para disfrutar de un par de horas de somnoliento descanso. Eso sí, el equipaje de mano debe controlarse entrelazando un pie con la bandolera de la bolsa o los tirantes de la mochila. Dice mi mujer que exagero precauciones, pero nunca se sabe.

En Riyadh, Arabia Saudita, no hay autobuses ni pasarelas de acceso a los aviones. Uno se sienta sosegado después de obtener la tarjeta de embarque y, de pronto, la sala de espera cobra vida, se despega materialmente del edificio y comienza a desplazarse –¡milagro!– hasta justo la mismísima puerta del avión. Tan asombroso como el jardín de auténtico lujo cultivado en medio de la terminal.

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Estas delicatesen no se disfrutan en otros lugares. En Guinea Ecuatorial, por ejemplo, la zona de pasajeros del aeropuerto de Malabo está vacía, o lo estaba, que a lo mejor tienen ya aeropuerto nuevo. Ni bar ni agua ni sillas donde sentarse. Me tocó pasar la noche en el suelo, con la mochila por almohada. Trabé conversación con un alemán que, como yo, viajaba a Camerún, él a la boda de su hijo. Tras soplarnos la botella de etiqueta negra que el hombre portaba en su maletín, me invitó al casamiento y sus faustos, y acepté. El día señalado, mi mejor sonrisa y yo –corbata y terno impecables– estábamos en el Akwa Palace de Douala con el temor de que no me reconociera. Me abrazó como a un amigo del alma y me hizo sentar entre los más allegados.

En otro aeropuerto cuyo nombre no citaré, viajando de África a París, me confundieron con el agregado militar de la embajada de Francia. Todo agasajos: sala de autoridades, bocaditos, bebidas, azafata… No repararon en que volaba en clase turista, inaceptable para un supuesto diplomático francés.

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Mi peor recuerdo corresponde al aeropuerto de Beirut, Líbano, justo al comienzo de la guerra con Israel en 1982. Imaginen a la aviación israelí bombardeando con precisión de cirujano las pistas y los hangares. Aunque respetaron la terminal civil, la onda expansiva de las detonaciones hacía volar, como cuchillos, el vidrio de las cristaleras. Hubo muchos heridos. A los ilesos nos trasladaron por carretera a Damasco, Siria, desde donde volamos a Zúrich, creo recordar.

He vuelto a Beirut varias veces. Me gusta la ciudad y me encanta cenar en la corniche. Aun así, en el aeropuerto no puedo evitar un cierto resquemor, un evidente nerviosismo, deseando encontrarme pronto arriba, volando, lejos.

Que el miedo cultiva miedo.


IMÁGENES: De arriba a abajo, echando un sueñecito; entretenidos con los aviones; monje budista en el aeropuerto de Bangkok, Tailandia, uno de los más grandes y espectaculares del mundo.

sábado, 2 de marzo de 2013

La fiera de mi niña

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La casualidad está llena de encantos. Nos da, casi siempre, lo que nunca se nos hubiera ocurrido pedir. La tarde en la que andaba concluyendo la pequeña historia de un guepardo llamado Manlik –el animal más inteligente que he conocido- para mi blog de Makalali, justamente esa tarde proyectaban en la tele la película “La fiera de mi niña”, una comedia de 1938 en la que un joven leopardo de nombre Baby enmaraña aún más el enredo tejido entre los dos inolvidables protagonistas.

El tiempo le ha restado atrevimiento y hace bien evidentes las deficiencias que, con encono, señalaron sus detractores. Pero le ha conferido encanto. Y el encanto es cuestión de fe, de margaritas en la cabeza. Como las que tenía yo cuando la vi por primera vez.

cien-figuras-espanolasPor aquellos años de adolescente, íbame culturizando poco a poco en la escuela pública –el “colegio” era cosa de ricos– a base de machacar la “Enciclopedia Bruño” para la adquisición de conocimientos y “Cien figuras españolas” en plan prácticas de lectura en vivo. Niños y niñas nos adiestrábamos en clases separadas, pero la cosa nunca me pareció criterio represivo sino virtuoso. Supe valorar este distanciamiento como el necesario trayecto temporal que desembocaba, cada día, en la maravillosa media hora del recreo.

A las once en punto de la mañana, aquella mal llamada zona deportiva de mi pueblo se llenaba de valquirias y héroes de leyenda. Ellas –cenicientas infantiles con sus alegres coletas y sus falditas multicolores– sobre el piso de cemento del frontón, saltando a la comba o a la rayuela, que dice mi mujer que es el juego más incombustible del mundo. Ellos –nosotros– en el campo de futbol, dedicados a patear un balón o a emular batallas del Capitán Trueno o el Guerrero del Antifaz.

A veces, unos y otras, hacíamos incursiones en el territorio del sexo contrario y, poco a poco, fuimos conociendo rincones habitados por nombres tan bellos como Begoña, Emma o Arancha. Y sucedió que cada uno de nosotros se enamoró de una de aquellas chiquilinas.

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La vida nunca volvió a ser igual. Por las tardes nos juntábamos para garabatear desesperadas misivas a la hermosa criatura de nuestros sueños. Eran cartas en las que escribíamos cada letra de un color distinto, utilizando mi cajita Alpino de 12 lápices de colores. Así, rellenábamos hojas y hojas con un “te quiero Begoña” –o Arancha o Emma- multicolor, rematado con un corazón grande y rojo, deformado a menudo por nuestro infantil pulso de enamorados.

Recuerdo muy bien aquellas cartas. Y recuerdo también cuando, por aquel tiempo, pusieron “La fiera de mi niña” en la recién estrenada televisión española. Me enamoré de Susan (Katharine Hepburn) en blanco y negro, de su alocado personaje, de sus ansias de vivir. Imaginaba yo que Begoña, de mayor, sería como ella y que tendríamos un leopardo por mascota, o un dinosaurio, los dos muriéndonos de risa.

Begoña es hoy una antropóloga de prestigio, está casada y gorda y tiene dos hijos, y yo guardo aún, entre mis mejores recuerdos, los restos inutilizables de la cajita Alpino de 12 lápices de colores, y me emociono cuando “La fiera de mi niña” ilumina de nuevo la pantalla de mi televisor de plasma.

Nos falló el dinosaurio. Se extinguieron.


IMÁGENES: Arriba, fotograma publicitario de la película. Centro, portada de un libro de lectura de la época. Abajo, hoy como ayer, en todo el mundo (la foto está tomada en Camboya), las niñas siguen saltando a la comba.

Para cinéfilos, aquí dejo minuto y medio del tráiler original.

La fiera de mi niña.