En el caserío de mi abuelo Francisco teníamos un gato. Era un animal –el gato– grande, oscuro, feo y poco sociable. Nunca jugábamos con él. La gente menuda sabíamos cómo se las gastaba el bicho con sus uñas afiladas que, a la mínima, nos dejaban brazos y piernas como un ecce homo. Solo le hacía caso a mi abuela Dominica, que le hablaba en vasco y, cuando le gritaba “¡sapi!”, el gato salía disparado.
De vez en cuando desaparecía dos o tres días y regresaba a casa visiblemente más flaco y hambriento. Mi abuela le llevaba comida y el animal se lanzaba al plato como un poseso. Si en aquel momento hubiéramos tratado de acercarnos, estoy seguro de que nos hubiera atacado en plan ninja, con toda su genética de felino carnicero activada.
Una mañana regresó de sus andanzas nocturnas con un ojo destrozado, probable consecuencia de alguna reyerta de faldas. Mi abuelo consiguió lavar y curar lo que le quedaba del ojo malogrado y el jodido bicho, agradecido, le dejó media docena de profundos arañazos, alguno de los cuales recuerdo que se infectó. Sobrevivieron los dos, mi abuelo y el gato aunque, este último, tuerto para siempre.
A pesar de su mala leche o tal vez por eso, aquel gatazo desarrollaba su papel a la perfección: cazar topillos en la huerta y en el maizal y evitar que los ratones mordisquearan el grano que se almacenaba para alimentar a nuestras vacas durante lo más crudo del invierno.
Teníamos más animales. Las gallinas nos proveían de huevos frescos durante todo el año, unos blancos y otros marrones según la raza, nos explicaba el abuelo. Comíamos pollo en celebraciones especiales, cumpleaños y así. No faltaba nunca en Navidad. A veces lo tomábamos frío, con sidra “El Gaitero”, lo más cool en la cultura gastronómica de la época, aunque los ricos lo regaban con champán.
En un pequeño cobertizo criábamos conejos. Un par de veces a la semana, los pequeños de la casa teníamos la misión de salir al campo a recolectar cierto tipo de cardo, que luego supe que se llamaba “diente de león” y que les gustaba mucho a los gazapos. Mi abuela preparaba un arroz con conejo delicioso. “Rico, rico”, como diría Arguiñano.
Las vacas nos daban leche fresca a diario y, cuando alguna paría, criábamos con mimo la ternera hasta que tenía el peso suficiente para sacrificarla y proveernos de carne roja. Parecido final le esperaba al cerdo, chancho o txerriki, como le llamábamos en nuestra lengua vasca que ahora dicen euskera. De él obteníamos morcillas, tocino, chorizo, un par de jamones… en fin, todo lo necesario para disparar el colesterol de los mayores, que los chicos no teníamos esas cosas.
Quiero decir con esto que cada animal desempeñaba el papel que la naturaleza le había asignado, y todos teníamos por cierto que acabarían –excepto el gato, y con reservas– en el puchero familiar. Ahora ya no está tan claro. Los toros de lidia, por ejemplo, son eso: toros de lidia por pura genética. Nacen y se crían para ser lidiados en corridas de toros y otros festejos como los sanfermines en Pamplona o los correbous en Cataluña, tradiciones que se remontan, como poco, a la Edad Media.
De los profundos guetos de la estulticia ha surgido una generación que pretende eliminar de golpe todo espectáculo taurino. Admitiendo su derecho a que no les gusten los toros, no es de recibo que, en su particular escala de valores o a falta de ellos, los coloquen por encima de los humanos ni que defiendan su postura con tanta carga de malquerencia, animosidad e intolerancia hacia los amantes de la tauromaquia.
El reciente fallecimiento del torero Víctor Barrio, corneado mortalmente durante una corrida en Teruel, ha introducido, desde una libertad de expresión mal digerida, un discurso ignominioso, de odio inadmisible, feroz, inhumano y atroz, más propio, si acaso, de alimañas que de personas.
En las redes sociales se ha insultado al torero muerto, a su viuda y a sus familiares con frases cargadas de un rencor irracional y ominoso, de ningún modo aceptable en una sociedad civilizada. Me consuela saber que la fiscalía, con un posicionamiento claro y contundente, ha asegurado que sancionará [*] a los responsables de tanta iniquidad.
Habrá que verlo.
¡Ah! El gato de mi abuelo desapareció un buen día sin dejar rastro.
IMÁGENES: Arriba, un gato parecido al de mi abuelo. Centro, mozos en Pamplona corriendo junto a los toros en San Fermín 2016. Abajo, captura de lo publicado en Facebook por un miserable anti-taurino contra el torero fallecido.
[*] Los delitos por injurias están penados en España con hasta 14 meses de prisión, viéndose agravados por la publicidad que de los mismos se hace con su difusión en redes sociales, así como delitos de calumnias.
La UIT de la Policía Nacional desarrolló una búsqueda activa en internet rastreando redes sociales en busca de reacciones inapropiadas a la muerte del torero e identificar a sus autores para llevarlos ante el juez.