viernes, 27 de marzo de 2015

Altann

Esta tarde he vuelto a verla en un semáforo, de paquete en la moto de un tipo fosco y cetrino. Me ha saludado con un cariñoso gesto de su mano derecha y una genuina sonrisa iluminando su cara de luna llena. Altann –que en mongol significa “dorado atardecer” o algo así– se gana la vida ejerciendo el oficio más antiguo del mundo en un poblado de sucias yurtas, en una remota y degradada mina de oro de Mongolia. De vez en cuando viene a la capital, por si el destino quisiera mejorar su puta existencia.

Altann finalLa conocí a las afueras de Ulán Bator haciendo autostop, ella, en una tarde fea, neviscando, con una bolsa de deporte demasiado grande para el tamaño de la chica. Pensé que no la podía dejar allá, desamparada, al borde de la carretera. Me detuve a su altura, abrió con soltura la puerta del acompañante y se sentó, resuelta, colocando su enorme bolsa sobre las rodillas, como protegiendo sus pertenencias. Me dijo su nombre y hablamos un buen rato del tiempo y otras vaguedades.

Venía yo con hambre y ganas de comer algo consistente. La invité a acompañarme al Khaan-ger, un restaurantito sencillo que me pareció una buena opción para el momento. Aceptó a la primera, sin dudarlo, como si hubiera estado esperando mi propuesta. “Soy china, estoy aquí de turismo y la semana próxima viajo a París”, me dijo. Detrás de su maquillada sonrisa creí ver a la niña traviesa que juega a mentir.

Mientras haya un príncipe con quien coquetear durante un par de horas, soñará que es una princesa, que la llevarán al castillo y que su vida transcurrirá feliz junto a su amado. Mientras existan los sueños y la mentira, vivir será posible para ella. Su vida es una realidad dura, oscura casi siempre, necesitada de esperanza, de algunas burbujas de ilusión, aunque duren un suspiro.

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Fue larga la conversación durante nuestra dilatada sobremesa porque el vodka desata las lenguas y saca afuera cosas de adentro que nunca deberían salir, que uno no debería saber: que la chica no tiene dónde alojarse esa noche, por ejemplo.

Durmió de un tirón, como con sueño pendiente, hasta las segundas luces del amanecer. A veces se agitaba convulsa durante un instante y luego volvía a la calma con una respiración pausada, como si no quisiera molestar. Otras veces se abrazaba a mí espalda, sin sexo, como buscando algo del calor humano que tal vez descubrió o siquiera intuyó, sin disfrutarlo nunca, en algún rincón de su triste pasado. Preparó un desayuno para dos con lo que encontró por la cocina: “Sólo quiero que me digas que mi vida va a cambiar. Sé que no tengo ninguna posibilidad de que te enamores de mí, pero déjame intentarlo”, me pidió con los ojos más tristes que he visto jamás. La desesperación ajena es difícil de contemplar sin conmoverse.

altann 4Altann no tiene suerte y parece llevar todos los números equivocados. Para el minero embrutecido que logra unos gramos de oro, ella simboliza una noche de gloria. Las manos encallecidas del hombre abrazan por unas horas el cuerpo suave de una mujer joven y hermosa. Un sueño, conservado bajo el frío durante largas semanas, se hace realidad para desvanecerse con el alba, porque los sueños, sueños son. El minero volverá a remover la tierra helada una y otra vez, imaginando que un día su estrella cambiará y tendrá junto a él una mujer sublime, para siempre, y la vida será bella de verdad. Mientras, la chica seguirá vendiendo su sexo por un sucio billete de cincuenta dólares, con la certeza de que, dentro de unos años, apenas nadie pagará un miserable billete de diez por los favores de su cuerpo manoseado.

La ficción, la verdad y los sueños viven codo a codo con la vida. A veces, un impulso de coraje o un golpe de fortuna son suficientes para abrir la puerta que permite salir de la oscuridad. Cuando acontece el milagro, aparece la princesa, la niña a la que le llegó su príncipe azul y, de pronto, como al final de la tormenta, el cielo dibuja un soberbio arcoíris bajo su bóveda plomiza.

Buena suerte, Altann.


IMÁGENES: Arriba, ella, pixelada. Centro, poblado de yurtas. Abajo, rebuscando oro en la tierra helada.

sábado, 14 de marzo de 2015

Ulán Bator on the rocks

Considerada la capital nacional más fría del mundo, la temperatura durante los ocho o nueve meses del interminable invierno puede alcanzar los 40 grados centígrados bajo cero en su periodo álgido, en enero y febrero. La nieve y el hielo son el pan nuestro de cada día para el millón bien largo de ulanbatorianos que pueblan la principal ciudad de Mongolia. Sin embargo, su clima continental origina unos veranos “tórridos”… aunque a duras apenas se alcancen los 30 grados positivos entre julio y agosto. Mis amigos de Asunción, donde se superan con alguna frecuencia los 45 grados en la canícula austral, se estarán carcajeando de esta devaluada apreciación de lo tórrido.

On the rocks

De una forma u otra, las autoridades de Ulán Bator, que en mongol significa “Héroe Rojo”, han decidido iniciar uno de los mayores experimentos del mundo en geoingeniería. Se trata de crear artificialmente gigantescos bloques de hielo –aufeis en alemán o naleds en siberiano como glaciares urbanos, para combatir los efectos adversos del calor durante los meses de estío.

Los geoingenieros mongoles tratarán de recrear el proceso natural mediante la perforación, durante el día, de agujeros en el hielo del río Tuul que atraviesa la capital. El agua subirá por estos conductos hasta la superficie, donde se congelará durante la noche aumentando el grosor del aufeis. Repitiendo este proceso a intervalos regulares a lo largo de todo el invierno, pretenden obtener colosales masas de hielo que luego puedan derretirse lentamente para crear un fresco microclima durante el verano, aunque no sea este el único ni el principal problema de la ciudad.

Bloque hielo

Mongolia evoca imágenes de estepas interminables, cielos azules, caballos en libertad y tradiciones ancestrales. Su territorio triplica en superficie al de Francia, pero alberga menos habitantes que Madrid, un hecho que convierte al país de Gengis Kan en el de menor densidad de población del mundo [1]. La mitad de los tres millones de mongoles respira en invierno el aire más contaminado del planeta [2]. Son los habitantes de la capital, Ulán Bator, una ciudad que crece al ritmo de una economía que explota el filón de la minería: atraídos por oportunidades laborales que muchas veces no se materializan, decenas de miles de nómadas abrazan aquí la vida sedentaria y hacen valer su derecho constitucional a una parcela de tierra para instalarse con sus yurtas [3] en las colinas que protegen la capital.

Interior de una yurta

El problema es que, al igual que hacían en el campo, para combatir las bajas temperaturas queman carbón y madera en sus anticuadas e ineficientes estufas, mientras las enormes centrales térmicas, al máximo rendimiento, emiten gruesos chorros de gases contaminantes a la atmósfera. Antes de que amanezca, las obsoletas infraestructuras viarias se colapsan en un perpetuo atasco.

El gobierno hace lo que puede, facilitando la compra de nuevas estufas más eficientes, provistas de un filtro que frena las emanaciones nocivas, y reduciendo drásticamente el impuesto de matriculación de vehículos híbridos que consumen y contaminan mucho menos. No sorprende que un elevado porcentaje de los automóviles que circulan por la ciudad sean del modelo Prius de Toyota.

Indiferentes al entorno, las hordas de inmigrantes hindúes, chinos, rusos y kazajos viven, sobreviven, se alimentan y copulan entre el irrespirable smog de la contaminación, el tráfico y el frío. Sobre todo el frío. Para enfrentarse a él, es indispensable una buena ropa con pelo de camello, hecha en el propio país, y una alimentación bien engrasada. Proliferan restaurantes especializados para cada nacionalidad, ofreciendo verdaderas “bombas calóricas” que harían las delicias de los osos blancos del polo norte y de los pingüinos “emperador” del polo sur.

Pero esto es otra historia que requiere ocuparse de ella en otra ocasión.


IMÁGENES: Arriba, una recreación del proyecto. Centro, gigantesco bloque de hielo. Abajo, interior de una yurta con la moderna estufa-cocina en primer plano a la izquierda.

[1] La densidad de población de Mongolia es de solo 1,73 habitantes por kilómetro cuadrado (1,73 hab/km2).

[2] El índice de partículas en suspensión de menos de 2,5 micras -las más dañinas para la salud- marca una concentración de más de 500 por metro cúbico de aire, 25 veces el máximo recomendado por la OMS.

[3] La yurta (en mongol ger) es la vivienda habitual, fácil de montar, fresca en verano y cálida en invierno, utilizada por los nómadas en las estepas de Asia Central, y ahora también en los suburbios de las ciudades.