Este texto fue escrito por mi esposa, Marichu,
excelente conocedora del papel de la mujer rural en
la España profunda y no tan lejana.
Las protagonistas pudieron haber tenido cualquier nombre: Manuela, Julia, Milagros, Teresa... Mujeres luchadoras, día a día, por satisfacer las necesidades de su familia, en un ambiente hostil cargado de dificultades económicas, sociales, culturales, sentimentales… donde, a pesar de los fracasos, volvían una y otra vez a emprender sus tareas con el afán de quien se aferra a la vida y a la esperanza.
Mujeres de rostro afable, de gesto cariñoso, de mirada tierna pero, sobre todo, de silencios. Personas humildes y discretas, contenidas en lo bueno y en lo malo, sin quejas, sin alardes... Personas con una fe que nunca supieron explicar, suficiente para ellas. Mujeres pendientes de todo y solidarias con todos. Atareadas, laboriosas, haciendo mil trabajos, siempre de forma anónima. Mujeres cuya biografía no quedará escrita en los libros sino grabada en nuestro corazón.
La vida de estas mujeres pudo discurrir en cualquier pueblo rural de España, llevando a cabo tareas de todo tipo: amasar el pan, cerner la harina –a veces con un cedazo prestado–, desgranar el maíz, cocer las peladuras de las patatas para dar de comer a los cerdos, ir al campo a recoger pequeñas caracolas blancas para los patos, criar un cordero con biberón, curar a las gallinas untando sus patas con un preparado de azufre o investigar con un procedimiento poco científico si el huevo estaba cerca, repasar calcetines en el abrigo del corral, lavar en la acequia o en el río con el agua helada, llenar las tinajas... ¡Tantas cosas!
A las jornadas de trabajo en la casa había que añadir las interminables labores del campo en épocas concretas, siempre de muchísimo frío o muchísimo calor: vendimia, siega… limpiando remolacha en pleno invierno, con grandes heladas, manos con guantes que ellas mismas confeccionaban. Cuando el calor era sofocante cubrían su cabeza con un pañuelo. No para protegerse del sol. Creo que lo hacían por timidez, por discreción, como si no quisieran airear su esfuerzo.
Grandes economistas. Con un solo huevo batido y miga de pan sabían hacer una suerte de buñuelos que se multiplicaban a la hora de la cena, como en el milagro del Evangelio. Sabían hacer conservas y recoger huevos de sus gallinas para cambiarlos por aceite o pescado para un día de Navidad. Preparaban infusiones para la tos o cataplasmas para ablandar el pecho…
Mujeres solidarias, compartiendo siempre lo poco que tenían. A veces, las vecinas se juntaban al abrigo del sol para coser, zurcir, repasar... La más sabia ayudaba a las demás a apañar unas sábanas, prestaba su huevo de zurcir y sacaba de su bolsita de botones, hecha con un trozo de tela y atada con un cordoncillo, uno que le faltaba a alguien del corro. Mujeres sabias que conocían cómo deshacer un jersey y tejer una chaqueta después de lavar y esponjar la lana o darle la vuelta a una prenda para que tirara unos años más luciendo la otra cara...
Luego, los hijos: la lactancia, los dientes, el sarampión, la tosferina… todo, todo a cargo de la madre. Y si un hijo salía espabilado, era la mujer la que, en su papel de madre, buscaba los medios para que ese hijo o esa hija pudieran desarrollar sus capacidades y, en un futuro, disfrutar de una vida mejor.
Ojalá que estas líneas se lean como un pequeño homenaje a tantas mujeres anónimas, sabias, sencillas, abnegadas y generosas.
IMÁGENES: Arriba, lavando en el río en un día de verano. Abajo, aventando el grano en la era.