Esta mañana no he salido a caminar porque estábamos envueltos en una tormenta de esas de otoño, empujando ya para ocupar su lugar hasta que llegue el invierno. Tampoco me he duchado porque dicen que no es bueno meterse bajo la ducha con tormenta, que puede caer un rayo cerca y se cuela por las tuberías del agua y te jode. O sea, que te deja literal y conceptualmente frito.
Por entretener la mañana, me he puesto a leer en internet un acervo de consejos supuestamente útiles e imprescindibles para invertir en bolsa con poco riesgo y me he quedado con dos que, según el autor, todo inversor debe conocer. El primero es un aforismo que dice: “Quien vende por necesidad, pierde por obligación”. El segundo se refiere al conocido principio de Murphy que sostiene que “si algo puede salir mal, saldrá mal”. Muy esclarecedor, como ven.
Con este trascendental bagaje de valiosos conocimientos, me he sentido ya competente y habilitado como para enfrentarme a la compra de unas acciones por internet. Las puedo vender también en la red y hacerme con otras. Es muy divertido, aunque me da un poco de miedo volverme un ludópata de esto de jugar en la bolsa y tener que ir a Tele 5 a contar mi caso en público y que se entere todo el mundo.
Andaba yo procrastinando un poco, que es un palabro que quiere decir “diferir” o “aplazar”, o sea, dejar para mañana y, para no dejarlo, me metí de lleno por donde la web de las acciones y ahí estaban esperándome como chocolatinas, como patatas chips de esas que no puedes comerte solo una. En fin, que en un plisplás me he convertido en inversor de bolsa –mirá vos–, inducido tal vez por el aspecto de la web del bróker, que me recordó al monopoly de mis –¡ay!– lejanos años adolescentes.
Poco a poco, se va haciendo uno con lo que llaman una “cartera de valores”, que no es más que una lista con los nombres de las acciones que tienes, para que mires en la sección de bolsa del diario lo que has ganado o perdido y te pases un rato jugando a comprar y vender y a conjeturar con la calculadora al lado, como si fueras un tipo importante. El valor de las acciones que has adquirido te lo quitan de la cuenta bancaria y te ingresan, cada tanto, unos beneficios que siempre te parecen míseros, marginales y calamitosos. Todo automático, todo como muy high tech.
Las compré del BBVA. Siempre me gustó ese banco y el edificio que tienen en la Plaza Circular, en Bilbao, muy cerca de la estación del ferrocarril; recuerdo de cuando viajaba yo cada día a sacarme el bachillerato, disfrutando de la modernidad a lo Liverpool de esta ciudad que apodábamos cariñosamente el bocho, porque está materialmente metida en un agujero. Fumando ideales o celtas bajo el imprescindible paraguas, como hongo protector del sirimiri, la llovizna de los vascos, lluvia fina y persistente como la garúa de los argentinos.
Es curioso eso de llamar “Plaza Circular” a la que, oficialmente, se denomina o se denominaba Plaza de España, pero ya se sabe que nombrar a España por aquellas tierras es como mentar al diablo. Hay por allí cerca otra plaza con preciosos parterres estilos francés e inglés: la Plaza de Moyúa, en honor del que fuera alcalde de Bilbao hace muchísimos años, y que casi nadie llama por su nombre sino Plaza Elíptica, aludiendo a su característica forma geométrica.
Volviendo al tema de las acciones, dejar constancia de que, invariablemente, he perdido dinero saliéndome de los plazos fijos y cosas de esas que te dan poco, pero que arriesgas menos. La última vez fue cuando la Cristina Fernández, presidenta de Argentina, me afanó las preferentes que tenía yo en Repsol YPF, que ya les conté. No sin esfuerzo, pude recuperar toda la plata en forma de bonos de la compañía española.
Tiburón financiero que es uno.
IMÁGENES: Arriba, acción del Banco de Madrid, de 1864. Abajo, torre del BBVA en la plaza de España de Bilbao, hoy plaza Circular; a la derecha de la imagen, monumento a don Diego López de Haro, fundador de la villa.