sábado, 20 de julio de 2013

La sombra del burro

Cuentan del orador griego Demóstenes que, en una ocasión en la cual los atenienses pretendieron silenciar su discurso en la asamblea, alegó que solo deseaba dirigirles unas muy breves palabras y, cuando guardaron silencio, les relató parte de una fábula de Esopo, más o menos así:

“Un viajero alquiló en verano un burro para ir desde la ciudad hasta Megara. En el centro del día, cuando el sol calentaba con más fuerza, tanto el alquilador como el propietario del burro quisieron ponerse a su sombra. Como esta solamente permitía protección para una persona, se entabló una violenta discusión sobre a cuál de los dos le correspondía el derecho a disfrutar de la misma. El dueño mantuvo que él había alquilado el asno, pero no su sombra. El viajero afirmó que él, con el alquiler del pollino, había alquilado su sombra también”.

Dicho esto, Demóstenes se retiró y, cuando los atenienses lo retuvieron instándole a que contara el resto de la historia, les dijo: “De modo que queréis oírme hablar de la sombra de un burro y, en cambio, cuando os hablo de cosas importantes, no queréis escucharme”.

Entre los fenómenos naturales que el hombre ha sabido convertir en símbolos, ninguno es tan rico en significados como la sombra. Personifica la fuerza oculta o espiritual de las cosas, su aura, el mal, la muerte, lo pasajero, lo imperfecto… Sus formas inestables y siempre cambiantes son una invitación al juego imaginativo y creativo, una inducción a la fantasía… No hay mujer fea a la luz de una vela.

La sombra ha proporcionado a la literatura y al teatro algunas de sus ficciones más memorables, más inquietantes y sutiles. Como una abreviatura de la oscuridad, cada autor y cada época le han atribuido un simbolismo específico. Así, los cuentos de Wilde y Hofmannsthal nos revelan que nuestras sombras son rasgos preciosos de nuestra humanidad. En autores como Pérez Galdós o Gautier la sombra encarna todo aquello que sus protagonistas más temen. El escritor anónimo de El hombre que perdió su sombra, narra las consecuencias que tiene para la sombra, cuerpo del alma, el trato con el diablo.

En el teatro, las sombras representan historias con una fuerte carga fantástica por sus posibilidades de insinuar sin dejar ver, de deformar la realidad. En China cuentan una leyenda que representa para los orientales el origen del teatro de sombras. El emperador Wu-Ti, había perdido a su mujer Wang, hacia quien sentía un amor muy profundo. Incapaz de superar su ausencia, se sumerge en la más completa apatía. En la Corte ensayan modos de devolverle el gusto por la vida, pero ni juglares, bufones o cocineros consiguen hacerle olvidar su tristeza.

sombra

Entonces aparece Sha-Wong, quien se declara capaz de hacer revivir a la bella Wang. Coloca al emperador ante una tela tendida entre dos postes sobre la que –¡oh, maravilla!– emerge suavemente la sombra de su bien amada. Un día el emperador olvida la promesa que hiciera de no tocar la tela. Tira del lienzo y descubre a Sha-Wong agitando una figura de mujer delante de una lámpara. Comprende el engaño y estalla en cólera.

Existen dos versiones para un mismo final: en la primera, Sha-Wong muere decapitado y en la segunda, el emperador rinde homenaje al montador de sombras y le permite que siga con su arte, un constante estímulo para la ilusión, el ensueño y la fantasía.

Dice mi mujer que, cuando te enfrentes a una dificultad, cuando veas un gigante, fíjate bien en la posición del sol, no vaya a ser la sombra de un pigmeo.


IMÁGENES: Arriba, ilustración clásica de la fábula de Esopo. Abajo, “Sombra de mujer”, del fotógrafo Nicolás Vidondo.

sábado, 6 de julio de 2013

Haliéutica, mi vieja amiga

Nunca pensé en un rencuentro, pero la vida es así. Jamás consideré la posibilidad de dar con ella diez años después de haberla abandonado en la isla de Attu, un territorio inhóspito, insufrible y hostil, perdido y olvidado del mundo entre las Aleutians West, la parte más remota del cordón umbilical de más de 300 islas que une Alaska con la península de Kamchatka, en Rusia.

Allá la conocí hace un par de lustros y allí se quedó para siempre, o eso creía yo. Convivimos desde mi llegada a Red Beach con la intensidad necesaria –vodka y caviar, hamburguesa y cocacola– para conocernos a fondo. Omnipresente en aquel áspero territorio, como una deidad menor, decretaba lo que había de hacerse, establecía planes, validaba lo plausible y rechazaba con energía irrevocable lo desatinado.

Bacalao

Tiempo antes, en la Cornell University, –durante el curso que me adiestró sobre las fish inspection regulations en aquel incierto rincón del mundo– me hablaron de ella y de la necesidad de seguir sus pautas, reglas y protocolos para no comprometer la supervivencia de la población que estábamos obligados a proteger. En cuanto descendí de la pequeña Cessna supe que, a partir de aquel momento, mi vida allí habría de regirse por los mandamientos irrevocables de la nueva religión.

Hasta que, una mañana, la presión de aquel infierno –y de aquel invierno– me superó, y deserté de la lucha por mantener los límites impuestos por la haliéutica sobre el total de capturas aceptable y otros parámetros de pesca en aquel mar helado. No la volví a ver. La busqué en el diccionario, pero la RAE no la incluye. La Biblioteca Virtual Cervantes la define como “industrias pesqueras”, y en el Dictionarium Latino-Hispanum de 1827 aparece como “que trata de peces”. ¡Qué injusto!

halieutica

Por pura casualidad acabo de reencontrarla en una librería de viejo en un facsímil del libro Halieutica, publicado en Nápoles en 1689, en el latín de la época, revestida de toda la dignidad que merece. Por ella no han pasado los años. Dice mi mujer que las palabras envejecen con el uso, que van perdiendo color, deslavándose hasta convertirse en una piltrafilla de colada. No es el caso. Lejos de la necia escritura de los messengers, apartada de las cuentas en facebook y twitter y de los correos electrónicos, ha logrado conservar su fuerza primigenia tras sobrevivir en un escenario que, a modo de ejemplo, podría resumirse así:

Las crías de bacalao comen espadines. Los bacalaos adultos comen espadines y arenques. Los espadines y arenques comen huevas y larvas de bacalao. El bacalao, propenso al canibalismo, también devora bacalaos más pequeños. En aguas menos saladas, las huevas del bacalao deben descender a más profundidad hasta encontrar la densidad de sal que les permita quedarse en suspensión. Cuanto más descienden, menos oxígeno reciben y menor es el porcentaje de supervivientes, lo que repercute en las poblaciones de arenques y espadines, que encuentran entonces menos larvas de bacalao con las que alimentarse.

A partir de aquí, la haliéutica, mi vieja amiga, trata de poner orden y mantener un equilibrio entre las necesidades de las tres especies implicadas y el hombre: el más oscuro, implacable y peligroso depredador.


IMÁGENES: Arriba, ejemplar adulto de bacalao. Abajo, portada del libro “Halieutica”, de 1689.