sábado, 22 de noviembre de 2014

Trileros

Gran parte de mis lectores no sabrá que los trileros son profesionales del engaño, de un juego callejero llamado trile, asociado a la estafa, que se practica tradicionalmente en zonas concurridas por turistas y gente desprevenida.

Existen dos modalidades: la primera se juega con tres cartas de la baraja, generalmente un rey y dos doses, y la segunda con tres cubiletes y una bolita. En ambos casos, el objetivo del juego es que la víctima o jugador adivine dónde está el rey o debajo de qué cubilete se encuentra la bolita. Hábilmente manipulados por el estafador, el incauto debe apostar a la posición en la que cree que se encuentra el elemento en cuestión.

El trilero es ayudado por otros miembros de la banda, haciendo de gancho, quienes persuaden a la víctima de la facilidad para acertar y ganar dinero. El método más común es apostando a la elección ganadora, en cuyo caso el estafador paga generosamente al jugador ganador quien, como digo, es un compinche del grupo de tramposos.

El trile callejero está asociado al equívoco, mediante mañosos juegos de manos, para evitar que el jugador acierte con la posición correcta. En el caso de la bolita, el truco del estafador consiste, mediante una elaborada habilidad de prestidigitación rápida, en esconder la bolita en alguna de sus manos para evitar que la víctima la localice. Obviamente, este truco no lo hará cuando desee que el jugador acierte. En algunos casos el trilero permitirá que una víctima que no es cómplice del fraude atine con la posición correcta. Suele consentirlo cuando la cantidad apostada es baja, con el objetivo atraer más ingenuos a la trampa.

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En un concurrido y soleado fin de semana, en las Ramblas de Barcelona, las manos del trilero mueven los cubiletes con la habilidad de un alfarero moldeando la arcilla: “Un, dos, tres. ¿Dónde está la bolita?”… vocea frente al variopinto público que se arremolina a su alrededor.

Las circunstancias –a la gente ya no se la engaña con facilidad- y la dudosa rentabilidad del oficio, han obligado a la reconversión de los trileros catalanes en una mafia trincona que saquea y desvalija todo lo que se le pone a tiro. Esta tropa de depredadores ha ido incorporando sucesivos golfos oportunistas, partidos políticos, políticos, clanes familiares y clubes de amigos que se han repartido negocios y corruptelas.

Desde el caso Banca Catalana, que salpicó temprano al entonces presidente de la Generalitat y cofundador de Convergència i Unió, Jordi Pujol, se han registrado hasta una veintena de casos de corrupción en los que se ha involucrado al partido.

El relevo generacional, tanto de cargos políticos como de empresarios dispuestos al cohecho, parece asegurado. Como en el caso de las ITV, en el que otro Pujol, hijo del anterior, aparece imputado por intentar amañar concursos de adjudicación de estaciones de inspección técnica de vehículos.

forges-justicia-corrupcionCitar de corrido, por no aburrir al lector, otros casos en la Cataluña del seny, donde los responsables del Palau de la Música habrían expoliado hasta 30 millones de euros en sus últimos años al frente de la institución, junto con el del Hotel del Palau, por el que se inculpa a la antigua cúpula de Urbanismo de Barcelona. O el caso Turismo, que condenó al ex secretario general de la formación socialcristiana y a un empresario catalán por malversación de fondos públicos a base de informes innecesarios copiados de internet. O el más reciente de los 30 millones de euros de Pujol padre, heredados del suyo y depositados en paraísos fiscales...

Profesionales del trile con honorables disfraces.


IMÁGENES: Arriba, trileros en las Ramblas de Barcelona; instalaciones precarias para salir huyendo a todo trapo. Centro, honores al honorable. Abajo, viñeta de Forges.

FUENTES CONSULTADAS:

> Wikipedia: trile.
> ABC: El clan de los 400. Retrato de la corrupción en Cataluña.
> El Oasis Catalán, Xavier Casals, Edhasa, Barcelona 2010.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Madame Charité

En una diminuta isla de las Pequeñas Antillas del Caribe, en una sencilla casita de vivos colores, modesta y limpia, habitaba Madame Charité con sus siete hijos y ningún marido, sobreviviendo con la sapiencia heredada genéticamente de sus antepasados africanos y sus abuelas caribeñas, como un fragmento de la historia cotidiana del lugar.

Resultaba difícil no verla. Su cuerpo, espectacularmente alto y grande, en torno a unas doscientas libras que gustaba vestir de blanco, turbante incluido, con elegante coquetería. Su busto, una cama de matrimonio y sus caderas una plaza de toros donde debieron celebrarse inolvidables corridas. Dicen que la primera fue a cargo de un ingeniero francés que la sedujo en un rincón de la plantación y le dejó el primer recuerdo de carne y hueso. Luego vinieron otros amantes y otros hijos hasta completar la cifra cabalística: siete como los siete días de la semana o las siete notas musicales o los siete pecados capitales o los siete colores del arcoíris. Así eran los chicos: de todos los tonos de piel, caras, tamaños y color de ojos imaginables.

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No tenía apuro en la vida. En momentos de mucha necesidad, sus siete hijos se repartían entre las familias donde se olían cocinados de cerdo o de pargo a la criolla o de cualquier otra cosa comestible. Felizmente, esos tiempos habían pasado. A fuerza de trabajo, honradez y dedicación en cuerpo y alma a la United Fruit, consiguió un puesto de supervisora, como anunciaba la chapa dorada que lucía con orgullo en el lado izquierdo de su impecable y abultado delantal.

Un aciago lunes llegó a la plantación el nuevo capataz, es decir, el supervisor de las supervisoras, mal encarado y feo como para hacer llorar a las cebollas. En el primer cruce de miradas, Madame Charité tuvo la convicción de que aquel sapo le iba a hacer la vida imposible, pero la peculiar parsimonia de la mujer era directamente proporcional a su cordura, sabiendo que el que manda, manda, y que sería mejor no provocarle y tener la fiesta en paz.

Charité 11 de la canaria  Julia ChillónEntre amagos de prepotencia de él y soberbia impasible de ella fueron pasando los días, hasta que una tarde, el capataz ordenó a Madame Charité que le sirviera un café. Todas las miradas de sus compañeras se volvieron alternativamente del uno a la otra, avizorando la tormenta bajo techo que no tardó en estallar. La supervisora se negó, haciendo valer su condición de tal: “No te equivoques conmigo, boss”, replicó, y continuó haciendo su tarea como si tal cosa. La indiferencia de la mujer desencadenó una retahíla interminable de gritos y amenazas que no consiguieron doblegar aquel orgullo femenino amasado en años de penuria y olor a banano.

El capataz puso los hechos en manos del patrón quien, a su vez, los elevó a conocimiento del juez, el cual dispuso la presencia inmediata de la rebelde frente a su señoría. Madame Charité llegó al juzgado con su traje y turbante impecablemente blancos, flanqueada por sus siete hijos, alegando que no tenía dónde dejarlos, bañados y repeinados para la ocasión. Se sentaron todos en un banco largo y, cuando el reloj de la iglesia dio las siete campanadas de la tarde y el juez se disponía a hablar, la mujer miró a sus hijos y les dijo suavemente: “Ya”. La confusión se apoderó de la sala y todo se anegó de lloros, gritos, pataletas: “¡Mamá, tengo hambre!”, “¡Mamá, me meo!”, “¡Mamá, tengo sed!”, “¡Mamá, caca!”, “¡Mamá, me duele!”…

Incapaz de continuar con aquella insoportable algarabía, el juez concluyó que enfrentarse a un capataz maleducado y feo no era tan grave y, en previsión de mayores males para la integridad de su juzgado, ordenó a Madame Charité, a quien conocía bien, que saliera inmediatamente de la sala con sus hijos y que no se le ocurriera nunca más aparecer por allí. Y así aconteció.

Al capataz le mudaron de isla y no se le volvió a ver por la plantación. Volvieron las aguas a su cauce y Madame Charité a sus tareas de supervisora y al cuidado de su numerosa prole.

Ínclitas razas ubérrimas…


IMÁGENES: Arriba, en una de estas casitas de colores vivía Mme. Charite. Abajo, retrato de una supuesta Mme. Charité, pintado por la artista canaria Julia A. Chillón.