sábado, 29 de octubre de 2016

La isla de los gordos

El Reino de Tonga es un país del Pacífico compuesto por más de 150 islas de las que una tercera parte, más o menos, están deshabitadas. La dinastía Tupou es la única monarquía constitucional de la Polinesia desde 1875. Descendiente del primer monarca, el actual rey Tupou VI, su familia y una creciente casta de élite, gozan de un altísimo nivel de vida mientras que el resto del país vive en la pobreza. ¿Les suena? Los efectos de esta disparidad se ven mitigados por la educación, la medicina y la tenencia de la tierra, prácticamente gratuitas. Carroña pa’ los chimangos.

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El principal problema de sus poco más de 100.000 habitantes es la gordura. Estamos en el país más obeso del mundo: el 90% de la población tiene sobrepeso y un 40% está afectado por la diabetes [1], con la esperanza de vida en caída libre. Una de las causas principales es la alimentación, a base de una carne de cordero barata y grasienta que importan en grandes cantidades: el mutton flaps [2]. Son piezas de pésima calidad, declaradas no aptas para el consumo en Nueva Zelanda y que, con buen marketing y precios bajos, los sagaces neozelandeses han conseguido introducir en los mercados de algunas islas del Pacífico. Su altísimo contenido de grasa las ha hecho impopulares en casi todas las cocinas occidentales [3], aunque se siguen utilizando en los restaurantes europeos de doner kebab. En el vecino Fiji, su importación se prohibió hace algún tiempo.

La dieta tradicional de Tonga fue siempre pescado, verduras y cocos, tal y como se podía esperar de una isla de palmeras en medio del Pacífico, pero se perdió hace décadas. En algún momento del siglo XX comenzaron a llegar recortes de carne, incluyendo colitas de pavo [4] y aletas de cordero, todo listo para asar o cocinar, tan barato que se hicieron populares rápidamente.

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En la recepción del pequeño hotel de la señora Foliaki, 82 años, en Nuku’alofa [5] hay una preciosa maqueta de un barco de madera antiguo. “Nosotros, los habitantes de Tonga, hemos navegado toda la vida, miles de millas de mar, en barcos como este –me dice señalando la maqueta– que luego se utilizaban como lugares donde vivir. Sin embargo, la gente ahora prefiere casas o edificios de arquitectura occidental, porque asocian el estilo de Tonga con la pobreza y con lo viejo. Pasa lo mismo con la comida”.

“La gente piensa que cualquier cosa importada es superior a lo nuestro”, continua Foliaki, en activo en el negocio hotelero a pesar de ser uno de los pocos habitantes de Tonga mayores de 80 tacos. “Hemos llegado a una situación –concluye esta mujer– en la que los pescadores venden sus capturas rápidamente para comprar mutton flaps. La gente no tiene la educación necesaria para saber lo que es malo para su salud."

Tonga 3Aun así, -añado por mi cuenta- en algunos países, estos productos que parecen de desecho gozan de cierta consideración, debidamente cocinados, claro. Por ejemplo, el español Carlos Arguiñano prepara una deliciosa “aleta rellena”: rollitos conteniendo tortilla francesa, pimientos del piquillo, tocineta y queso, con su salsa de verduras, cosa delicada para el comensal más exigente.

En México, las “colas fronterizas”, elemento gastronómico obligado en Ciudad Juárez, –la capital mundial de las colitas de pavo–, no son más que colitas de pavo en tortas, la forma preferida de los juarenses. Ciertamente, son muy grasosas pero, como estamos viendo, la comida popular anda muchas veces reñida con los nutricionistas y con un modelo ortodoxo de alimentación.

Que no hay olla sin garbanzo negro.


IMÁGENES: Arriba, gordas. Centro, mutton flaps a la brasa, popular y barato. Abajo, aleta rellena, receta de Arguiñano.

[1] Diabetes tipo 2 o diabetes del adulto es una enfermedad metabólica caracterizada por altos niveles de glucosa en la sangre.

[2] En España se conocen como “aleta de cordero” o “falda”. Creo que “pechito” en Argentina.

[3] En Tonga no es inusual que un nativo llegue a comerse un kilogramo de mutton flaps de una sentada. Para ellos, buena comida significa gran cantidad de comida.

[4] La “colita de pavo” es la zona del culo del pavo, con perdón.

[5] Nuku’alofa, con unos 25.000 habitantes, es la capital del país en la isla de Tongatapu.

sábado, 15 de octubre de 2016

El árbol del pan

A mi hermano Santos, que nos dejó para siempre,
apasionado de la Bounty y su aventura. 

Desde España, llegar a la isla de Tonga en avión exige invertir más de 40 horas, incluyendo las de vuelo y las escalas en Dubái y Sídney. Sin embargo, en los años en los que transcurrió la historia que les voy a contar, llegar en barco podría tomar más de un año, según el camino elegido y el estado del mar. Tan enfurecido con frecuencia que los barcos no podían doblar el Cabo de Hornos para pasar del Atlántico al Pacífico, viéndose obligados a poner proa al sur de África para cimbrar hacia el Índico por el Cabo de Buena Esperanza o, más propiamente, de las Tormentas.

En aquella segunda mitad del siglo XVIII, los ingleses propietarios de las plantaciones de Jamaica pensaron y así lo hicieron saber en la metrópoli– que podrían ahorrarse muchas libras alimentando a los esclavos negros con los frutos del árbol del pan, que el capitán Cook había descubierto en la Polinesia unos años antes: “Si el Almirantazgo Británico pudiera enviar un buque que recogiera un buen número de ellos para trasplantarlos en Jamaica, la alimentación de los esclavos resultaría prácticamente gratis”, concluyeron.

Pero ¿qué era aquel milagroso árbol del pan? Se trata del artocarpo [1], un árbol de entre 12 y 18 metros de altura cuyos frutos, como de uno a dos kilos de peso, contienen una pulpa harinosa que los indígenas de Oceanía cuecen al horno, antes de que se endurezca una vez cortado. Sus virtudes alimenticias fueron notablemente exageradas por un almirante de la Armada, quien llegó a escribir que sus marineros lo encontraron tan bueno que no quisieron volver al rancho de a bordo. De cualquier manera, estas virtudes comestibles, avaladas no sin reservas por Cook, alimentaron la ingenua leyenda de que de las ramas de aquellos árboles pendían fragantes panecillos, y que bastaba alargar la mano para poder saborearlos [2].

Sea como fuere, el Almirantazgo resolvió enviar a la fragata Bounty, una nave de tres palos y bauprés tripulada por 44 hombres al mando del capitán Bligh, un tipo duro y violento, que llegó a Tahití en octubre de 1778. Allí permanecieron cinco meses aguardando a la estación propicia para trasplantar los esquejes del árbol. Lejos de ser tediosa, la espera les permitió disfrutar de los encantos naturales de la paradisíaca isla y de las atenciones de los hospitalarios tahitianos y, sobre todo, de sus mujeres, de elevado ardor erótico y refinadas artes amatorias.

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Durante el viaje de regreso, cargado el barco con más de mil macetas del preciado árbol del pan, hubo necesidad de duplicar la frecuencia de riego de las plantas para evitar su deterioro, lo cual obligó a reducir drásticamente la ración diaria de agua dulce que se daba la tripulación. Se originaron varias trifulcas, finalizando con un motín [3] a la altura de la isla de Tonga. El capitán Bligh y los hombres leales a su autoridad fueron abandonados en el mar en una chalupa, mientras la Bounty, con los insurrectos a bordo, ponía rumbo a Tahití para hacerse con algunas de aquellas ardientes mujeres y unos pocos hombres que ayudaran en las tareas de la nave.

Algunos marineros decidieron quedarse y el resto de los amotinados, en su singladura de huida dieron, por pura casualidad, con la isla de Pitcairn, erróneamente ubicada en las cartas de navegación del Almirantazgo [4], donde decidieron establecerse de por vida. El capitán Bligh y sus leales consiguieron llegar a Timor y luego embarcados a Inglaterra, desde donde se organizó enseguida una expedición de captura de los sediciosos a cargo del navío de guerra Pandora.

pan 3Los marinos que se habían quedado en Tahití fueron fácilmente apresados dos años después e instalados en la bodega del barco en condiciones atroces. Durante varios meses el buque se dedicó a la tarea de buscar rastros de la Bounty y de sus amotinados por las islas vecinas, pero no fue posible dar con ellos. Por fortuna para los sublevados, porque la Pandora naufragó de regreso en la barrera de coral de Australia, con grandes pérdidas humanas.

Cuando el ballenero norteamericano Topaz redescubrió Pitcairn muchos años después, todos los amotinados habían fallecido menos uno, el marinero John Adams [5].

Todavía hoy, la tumba y la casa de este hombre, jefe carismático de la isla, se veneran en Pitcairn como las del fundador de la nación.


IMÁGENES: Arriba, fruto del árbol del pan. Centro, la chalupa con el capitán Bligh y sus leales abandonados en el mar, en un grabado de la época. Abajo, sello de correos de las Islas Pitcairn con la imagen de John Adams.  

[1] Artocarpus altilis. Sus frutos poseen una pulpa con un 60% de almidón y más proteínas que el plátano o el ñame. Existen muchísimas variedades.

[2] Cuando se consiguió trasplantar los árboles a Jamaica, los esclavos de las plantaciones se negaron rotundamente a comer los frutos, encontrándolos nauseabundos, indigestos y repugnantes. El experimento se abandonó rápidamente.

[3] El motín de la Bounty –liderado por el segundo de a bordo, Fletcher Chistian- revolucionó el mundo y tuvo un reflejo indiscutible en el nacimiento de una era en la que la disciplina y el orden dejaron de ser incompatibles con la dignidad humana.

[4] Durante muchos años, las cartas de navegación del Almirantazgo Británico situaban a la isla Pitcairn casi 200 millas más al sur que en la realidad. Tal vez por eso no fue posible localizar a los amotinados.

[5] Su verdadero nombre era John Smith. Se lo cambió, por si acaso, para dificultar su identificación.

sábado, 1 de octubre de 2016

Elogio de la sardina

Para llevarnos bien, lo primero y principal será no confundir sardina con sardana. La sardina es un pez pequeño, plateado, propio de nuestras costas y de otras– que, durante generaciones, alimentó en España a la clase menos favorecida. La sardana, en cambio, es una danza cátara incorporada al acervo cultural de una tribu que ocupa casi todo el noreste español, especializada en apropiarse de cualquier cosa, incluidos antiguos reinos como el de Aragón. Está creada, la tal danza, para que pueda ser bailada por gente insustancial, físicamente mediocre y con escasas habilidades artísticas. Nada comparable con la gimnasia y el brío de la ezpatadanza vasca, la energía de la jota aragonesa o la belleza del baile flamenco en cualquiera de sus variante .

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Dicho esto, vuelvo a la sardina [1]. En las casas se han dejado de comprar estas delicias del mar porque su olor es muy fuerte y permanece en la cocina durante horas, a diferencia de otros pescados de nueva generación, inodoros e insípidos, como la panga de Vietnam, la perca del Nilo o el abadejo de Alaska, que tratan de abrirse paso, a golpe de precio, en nuestra dieta. Craso error. No hay nada más delicioso y placentero que meterle mano a media docena de sardinas a la brasa, paladear su textura y pringarse las manos bien pringadas con la grasilla que desprenden o tiznarse los dedos con la piel del pez socarrada por el fuego. Eso sí, habrá que acompañarlas con un buen tinto o con el que haya o con un áspero chacolí de la tierra.

Cuanto más mayor me voy haciendo, la edad me hace percibir matices gastronómicos que antes no podía captar y me cargan las cartas sofisticadas de algunos restaurantes, –que me parecen un timo en muchos casos– con pescados como la lubina, la dorada o el rodaballo todos cultivados en guardería. Mi paladar deriva hacia lo rotundo y primitivo, vuelvo a la tortilla de patatas con cebolla, los huevos fritos con chorizo, la morcilla de Burgos y el recio sabor marino de las sardinas. Decía no sé quién que su aroma es como la magdalena de Proust [2], cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia, asociando su sabor, textura y aroma con el apremio de los viajes que hacía con sus padres a la casa de la tía Leoncia.

sardinas 2Nunca tuve yo una tía Leoncia adonde acudir a comer sardinas, pero sí un hermano, Santos, que las hacía asadas en una parrilla fabricada por él mismo para este exclusivo menester. Íbamos a su casa toda la familia, amigos, vecinos... Cualquiera que pasara por la puerta tenía acceso a un par de sardinas [3], que mi hermano era así de generoso con todo el mundo. Hasta los gatos propios y del vecindario disfrutaban del festín.

A veces nos llegábamos a Santurce, a la terraza del mítico Kai Alde o al muelle donde se juntan la ría y el mar. Genuinas de espuma y olas, deliciosas y brillantes impregnando una rebanada de pan moreno. Lamentablemente, las sardinas han desaparecido de la carta de casi todos los restaurantes y se han convertido en un alimento proscrito en el inconsciente colectivo.

Es comprensible, porque la sardina representa el gusto por la vida, la comunión con los dioses, la ruptura de los límites impuestos por las modas. Comer sardinas sigue siendo hoy una sana provocación, un acto de libertad y rebeldía. Frente a este mundo virtual de redes sociales, guasap y otras zarandajas, reivindico aquí el placer primitivo que supone zamparse media docena de sardinas a la brasa, a la sombra de un tingladillo de cañas, en amor y buena compañía.

Bien abrigados a sotavento.


IMÁGENES: Arriba, asando sardinas al aire libre. Abajo, monumento a la sardinera, en Santurce.

[1] Cien gramos de sardina proporcionan 22 gramos de proteínas. Es muy rica en vitaminas liposolubles A, D, K y E y en minerales como calcio, sodio, yodo y fósforo. Si la consumimos en aceite, aumenta el valor del calcio al ingerir algunas espinas.

[2] Marcel Proust (1871-1922): “En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann”.

[3] No tienen contraindicación alguna. Son buena para todos, especialmente para los mayores y los niños, por el calcio y para proteger su corazón. Todos los especialistas señalan que deberíamos consumirlas con más frecuencia.

Aquí les dejo un enlace para que escuchen en YouTube una canción popular sobre sardinas y sardineras: “Desde Santurce a Bilbao”, interpretada por Los Chimberos.