Arribó a los paisajes del Paraguay, la tierra sin mal, tras un periplo de miles de leguas sobre la mar océana, cuando las flores del tajy llevaban algún tiempo anunciando la primavera.
En los últimos decenios, el solar guaraní se había visto invadido por cultivadores de soja, recolectores de stevia, ordeñadores de vacas, menonitas, nazis, turistas sexuales y consultores internacionales llegados de aquende y allende los mares pero, desde el desembarco de Mme. Lynch, personaje alguno despertó mayor expectación que la visigoda, una ilustre dama de la Hispania Tarraconensis, de carácter fuerte, dominante e imprevisible, como corresponde a quien ha sido amamantada entre vasconum, barcinos y otras hordas belicosas del Ispanistán celtibérico.
El karaí-guasú previno cuidadosamente su llegada considerando todos los pormenores y detalles necesarios para satisfacer los caprichos, deseos, gustos, ocurrencias, antojos y extravagancias de la enviada, aleccionando a sus escasos súbditos sobre la necesidad de no crispar el voluptuoso ánimo, vehemente y sibarita, de la visigoda. Prodigioso, dice mi mujer, que la tribu y el karaí mismo hubieran logrado sobrevivir a las paellas estilo “reducción jesuítica” de la Taberna Española y a las secuelas sicotrópicas de la ayahuasca. Ahora, su prevalencia hasta la última luna del noveno año del nuevo milenio dependía de la extranjera.
El abrumado chamán cobijó a la enviada en un hábitat guaraní anchuroso y placentero, primorosamente amoblado por la guaranga argentina, al amparo de alimañas y depredadores. Se invocó al dios de la lluvia para pedirle que mantuviera el cielo despejado y alejara turbiones y tormentas hasta la próxima luna. A pesar de la manifiesta escrupulosidad en la selección de la posada, de la excelencia del personal a su servicio y del buen tiempo, el choque de civilizaciones resultó demasiado violento, y los desacuerdos, reproches y reprobaciones no tardaron en aparecer.
La visigoda poseía un infrecuente artilugio al que llamaba notebook, funcionando mediante su enlace a un fluido de electrones que se evidenció de conexión imposible, debido a discordancias de normalización. Las lucernas del habitáculo renovaban la atmósfera permitiendo la entrada de una suave brisa boreal que, sin embargo, resultó altamente molestosa para la dama. Su extenso vestuario tampoco encontró una ubicación adecuada en el aposento, escaso en perchas y nulo en paragüeros, y su alimentación resultó complicada por las exigencias de la joven, reclamando con obstinada insistencia vituallas desnatadas y víveres bajos en calorías, desconocidos en la exigua cultura gastronómica guaraní modestamente alineada con la mandioca, la chipa y el tereré.
Así fueron pasando días de desazón, tormento, congoja y cruz para la tribu. Una mañana anunció su deseo de visitar Yguazú, la catarata abierta en la piedra por el golpe de lomo de la monstruosa serpiente Mbói para impedir la huida del cacique Tarova y su amante Naipí. Rodeada de leyenda y en un paisaje de exuberante naturaleza, la señora mudó su carácter. La música del agua y la presencia de loros multicolores, yurumíes, monos, lémures y felinos tranquilizaron a la enviada.
Solo cuando la visigoda embarcó en el vuelo de la TAM con destino a la remota Godilandia, el karaí respiró profundamente aliviado y celebró el acontecimiento entregándose al sexo, alcohol y desenfreno durante siete días con sus siete noches, decretando para su pueblo otras tantas jornadas de feriado nacional.
O así o alguna menos, que ya no recuerdo bien.
IMÁGENES: Arriba, fragmento de la portada del libro “La visigoda”, de Isabel San Sebastián. Abajo, cataratas de Yguasú (foto FG).