Espectacular currículum el de aquella mujer. No tendría ninguna necesidad de situar su gloriosa anatomía entre un micrófono y un vaso de agua para hacerse notar. Sin embargo, allí estaba, dispuesta a aburrir a las ovejas o, mejor, a los five snouts si hiciera falta, hablándonos de la huella de carbono y de su propuesta de control de emisiones en aquella ciudad contaminada hasta los mismísimos tuétanos.
Se ha hecho presentar por una oronda funcionaria de un oscuro ministerio de noselqué la cual, en lugar de hablar, ha leído media docena de páginas en un inglés lamentable, equivocándose cada dos por tres.
Este ha sido solo el primer error. Siguen otros: ha comenzado con media hora larga de retraso; en lugar de entrar en materia desde sus primeras palabras, ha desarrollado un extenso e innecesario preámbulo sobre los peligros del calentamiento global y el agujero en la capa de ozono; ha inmovilizado al auditorio sobre sus sillas durante dos horas justas –menos algunas señoras, que se han levantado antes– y no ha conseguido interesar a casi nadie. En resumen, ha impartido una conferencia a la manera exacta a como se dan nueve de cada diez.
Mi colega francés sostiene, picante, que la duración de una plática de este estilo debería poderse comparar con un vestido de mujer: “tapar –describir– lo justo, dejando entrever lo necesario”, sin olvidar –esto es mío– que la mejor manera de aburrir al auditorio es contando todo lo que uno sabe. El público posee una determinada capacidad de aguante que no se puede dilapidar: cuarenta y cinco minutos para el bla bla bla del orador y quince minutos más para responder a eventuales preguntas son ya suficientes. Los que digan que ha sido una hora “de indiscutible goce intelectual” son unos mentirosos.
El escritor Pitigrilli –fino humor italiano–, publicó en 1961 un singular tratado de urbanidad, El pollo no se come con la mano, en el que, entre bromas y veras, construye un código ético de adaptación del hombre, en sus relaciones con el prójimo, a las circunstancias de persona, tiempo y lugar. En el capítulo reservado a las conferencias, establece algunas normas que aún hoy, muchas décadas después, no han perdido una pizca de actualidad.
Se refiere a la necesidad de ser puntual, a la exigencia de no leer –“si no sabes hablar sin leer, no des la conferencia”– y, sobre todo, a centrarse en el contexto del tema a desarrollar: “Si has venido a hablar de inscripciones prehistóricas en las cavernas, podrías decir cosas sublimes sobre al arte, sobre el alma y sobre el pasado, pero mejor no las digas e introduce rápidamente al público en la cueva”.
Nos tocó acompañar a la oradora durante el almuerzo y, a sugerencia suya, optamos por un restaurante tibetano de nombre impronunciable y ambiente rural donde elegimos tsampa, una auténtica bomba calórica que no tendría futuro en ningún restaurante occidental. Consiste aquello en un cuenco con unos puñados de harina donde se añade un generoso pegote de mantequilla de yak, un cereal duro no identificado, té y azúcar. Se revuelve todo hasta formar una especie de almojábana o masa moldeable, se le da forma y –¡oh, sorpresa!– en lugar de meterlo al horno para cocinarlo como un bizcocho, te lo comes tal cual.
La dama mejoró mucho en distancias cortas: simpática, excelente conversadora, inteligente y extrovertida. Nos contó interesantes detalles sobre la cocina local y sobre los “desacuerdos” de Kioto, y nos hizo un panegírico de aquel plato que nos vimos obligados a deglutir por elemental cortesía.
Las conferencias son un castigo de Dios. El único momento emocionante es cuando el orador dice: “No quiero abusar de su paciencia y me apresuro a terminar”.
Como ahora mismo.
IMÁGENES: Arriba, la oradora. Centro, una plaza en el centro de Ulan Bator. Abajo, tsampa, una de las presentaciones del plato porque hay muchas recetas y variantes, como la paella.