sábado, 1 de agosto de 2015

Mi abuela Dominica

Los recuerdos que tengo de mi abuela vasca se remontan a mi lejana infancia en el caserío del abuelo. Era tan del abuelo como de todos nosotros, pero nos parecía mejor asignarle su propiedad al aitite [1], en reconocimiento a sus esfuerzos en la construcción de aquella especie de bunker de planta baja y piso con balcón al sol, de enormes y gruesas paredes de piedra.

Desde allí, un camino o, mejor, una senda de unos 200 metros conducía al establo de las vacas. A la izquierda, una fila de higueras plantadas por mi padre antes de que yo naciera y, quince o veinte metros a la derecha, la trinchera del ferrocarril. Entre la senda y la vía, un patatal que evoco siempre con los hombres de la casa recogiendo la cosecha de tubérculos o fumigando contra el maldito escarabajo de la patata [2].

insomnio 2Mi abuela Dominica olía como a canela y gustaba de sentarse en el ribazo de la senda, bajo las higueras, aunque la sabiduría del pueblo diga que “la sombra de la higuera no es buena, y la del nogal trae mucho mal”. Nosotros no teníamos nogales. Decía que mi abuela se sentaba a la sombra de las higueras con un cesto de mimbre a cada lado, donde íbamos echando las patatas que mi prima Pili y yo retirábamos de la tierra. Nuestra edad estaría entre los 6 y 8 años como mucho.

Si no llovía, mi abuela encendía una pequeña hoguera con hojarasca y ramitas secas donde asaba algunas de aquellas patatas para nosotros sus nietos, quienes admirábamos la habilidad con la que las manipulaba para que no se chamuscaran más de lo necesario. Removía las brasas con un palo fino de punta ennegrecida por el fuego y, cuando consideraba que estaban ya comestibles, las retiraba pinchadas en la varita y las dejaba sobre la hierba para que se enfriaran un poco. Luego las soplaba con fuerza o frotaba con las manos para quitarles cualquier residuo de tierra o ceniza y nos las daba peladas hasta la mitad, de modo que pudiéramos agarrarlas por la piel y mordisquear la parte limpia. Sabían a gloria bendita.

Una tarde, por una trocha que subía desde la trinchera del ferrocarril, aparecieron dos guardias civiles, preguntándole a mi abuela si había visto pasar a Urquijo. Les respondió que por allí pasaba mucha gente, pero que ella no sabía sus nombres. Los guardias le aclararon que se trataba de un malhechor bajito, poca cosa y calvo que había robado unas lechugas de un huerto vecino. Mi abuela les indico que lo había visto cruzar hacia los prados de la izquierda, donde solían pastar nuestras vacas. Cuando el verde de los uniformes de los guardias se confundió con el verdor de la hierba, el tal Urquijo o como se llamara, salió del establo, recogió unas pocas patatas que le había preparado mi abuela, dio las gracias y se fue tan ricamente.

insomnio 3

Si en la película de Martínez-Lázaro [3] al protagonista se le exigen, al menos, “ocho apellidos vascos”, mi abuela los tenía todos, de modo que, sabido esto, no podría renegar de sus ancestros. Cubría su cabeza con un pañuelo a veces blanco y a veces no, que anudaba al estilo inconfundible de las mujeres vascongadas. Vestía siempre una amplia falda acampanada del color “azul uniformado” de los versos de Joaquín Montaner [4]. Tenía dos, una de un azul apagado de tanto lavar y relavar, y otra más nueva que usaba los domingos y fiestas de guardar. No sé a ciencia cierta qué se guardaba porque en aquella familia solo los jóvenes íbamos a la iglesia, más por obligación que por devoción.

Esto de las faldas de mi abuela lo sé porque, entre la senda y el patatal, había un tendedero para secar la ropa y en él se colgaba una u otra de aquellas prendas… siempre que no lloviera y no funcionase “la correa”, que era un cercano transportador de mineral de hierro que levantaba una impresionante polvareda de un fino talco rojizo –carbonato férrico– que lo infestaba todo [5].

En fin, que si mi abuela Dominica hubiera sobrevivido para ver lo de Grecia les hubiera dedicado una de sus frases favoritas: “En la casa que no hay regla, cuando no hay, ella se pone”.


IMÁGENES: Arriba, mujer con el pañuelo “baseritarra”, propio de las mujeres de los caseríos vascos. Abajo, la familia cosechando patatas.

[1] “Abuelo”, en vasco o euskera.

[2] Leptinotarsa decemlineata. El escarabajo de la patata o dorífora es un coleóptero de amplia distribución mundial asociado a los lugares de cultivo y almacenamiento de patatas, sobre los que actúa como plaga.

[3] “Ocho apellidos vascos”, película española del director Emilio Martínez-Lázaro, estrenada el 14 de marzo de 2014. El título de la película hace referencia a los ocho apellidos vascos que, en la trama, dice tener el protagonista.

[4] “Gente de mar y remo”, poesía del extremeño Joaquín Montaner y Castaños dedicada a los marineros del Cantábrico. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

[5] El mineral procedía de los hornos de calcinación que la Sociedad Franco-Belga de Minas tenía en Ortuella. La empresa fue disuelta en 1995, aunque los hornos dejaron de funcionar mucho antes.

4 comentarios:

Elías dijo...

Anónimo Elías dijo...
Muy linda Félix! Yo no tuve el acompañamiento de abuelos en mi infancia. Por el lado de mi papá, murieron antes de mi nacimiento. Por el de mamá, se fueron con mis tías solteras que eran docentes en el bosque chaqueño. Los veía poco, tal vez una vez cada dos años, y no llegué a formar un real vínculo, aunque los recuerdo, sobre todo a la abuela Lola, frágil pero encantadora.
Ahoro disfruto de mis tres nietos, Eloise, Ramiro y Ana. Uno de ellos, la nena mayor que este año entró a la secundaria, era muy poco afectuosa, pero anoche me dio una agradable sorpresa. Hacía dos meses que no la veía por mis viajes y apareció muy cambiada: más linda, sociable y con más afectuosidad (palabra inventada?).
Felicitaciones por el blog y te envío un gran abrazo, Elías

Jesús Sánchez dijo...

Me ha encantado tu crónica, Félix. Un relato sobre recuerdos de la infancia, muy real y significativo de cómo se vivía hace unas décadas.
Un abrazo,
Jesús

FG dijo...

Hola a Elías y a Jesús. Agradezco los comentarios, especialmente ahora que parece que a mis lectores no les gusta escribir. Un abrazo.

Nuria dijo...

Una pequeña historia muy bien contada. Gracias, Félix.