sábado, 17 de febrero de 2018
Nouvelle cuisine
sábado, 3 de febrero de 2018
Argel, Argelia
Un capitán de la Algerie Ferries que conocí en el bar del Aletti —un esplendor del art déco y uno de los lugares más fascinantes de la capital argelina—, sostiene que, cuando el buque se va acercando a la bahía de Argel, el aire adquiere una fragancia peculiar, única en el mundo, mezcla de sal, de pino, de aceite de oliva y de flores.
Estoy desayunando en la terraza del hotel Saint George, construido sobre un antiguo palacio árabe-otomano, rodeado de un precioso jardín botánico. Admiro la disposición escalonada de la blanca ciudad por encima de la bahía, donde dos buques mercantes, reducidos en la distancia a proporciones mínimas, labran largos surcos en el mar de la mañana.
Aspiro la brisa que viene del Mediterráneo, tratando de encontrar ese aroma de sal, pinos y aceite virgen del que habla el capitán, pero el aire de Argel no me sugiere nada. Solo le encuentro un olor desabrido y desagradable, impregnado de la peste que emana de los tubos de escape de viejos automóviles con motores mal regulados. Apenas el vergel que rodea la terraza —tiestos de flores, cactus, palmeras enanas y laureles rosa— consigue disfrazar un poco el tufo-brisa que asciende por la ladera.
Me gusta Argel, pero me produce una vaga sensación de inquietud. Aquí, tótum revolútum, se tropiezan periodistas, policías, rufianes, traficantes de todo lo traficable, agentes de servicios secretos, funcionarios de la ONU, espías internacionales, rameras declaradas oliendo a pachuli y jóvenes novatas con aroma de kebab, unas y otras a la búsqueda de algún pollo medio borracho que llevarse a la cama. Es una ciudad desconcertante que siempre me ha sorprendido por las imprevisibles reacciones de los argelinos.
Llegué en plena argelización de Argelia; es decir, las placas con el nombre de las calles, de los barrios, las indicaciones de tráfico, la rotulación de negocios de cualquier tipo y las cartas de los restaurantes —antes bilingües en francés y árabe— debían redactarse, obligatoriamente, solo en árabe, y los funcionarios de cualquier nivel forzados a expresarse únicamente en ese idioma.
Una mañana, me dirigí puntualmente a la reunión que tenía convenida con un técnico de una Sociedad Nacional —las populares SONA algo—, con quien siempre me había entendido en francés. Pues bien, me pareció como si, de pronto, aquel hombre se hubiera vuelto imbécil de baba, olvidándose de la lengua de la metrópoli, misma con la que se había educado en alguna universidad francesa. Inútil tratar de que hablásemos en francés o incluso en inglés, suponiendo que no quisiera saber nada de sus antiguos colonizadores galos.
La Embajada de España me facilitó una traductora —a tanto la hora, obviamente—, estudiante de etnología sahariana, simpática y un pelín revolucionaria, que se negaba a tomar un taxi y me obligaba a movernos en sucios y malolientes autobuses. Cuando protesté me dijo que allí no estaban aún para desodorantes, la muy guarra.
Nunca me he sentido más ridículo, hablando en francés a un tipo que me entendía pero simulaba no entenderme y la chica traduciendo su respuesta del árabe al francés, es decir, a un idioma que hablábamos perfectamente los tres implicados en aquella grotesca comedia. Tal vez funcionario y traductora concibieran aquello como “el no va más del progresismo y la revolución popular” o tal vez no, y estuvieran ciscándose para sus adentros en la puta madre que parió a los políticos salvapatrias que inventaron lo de la argelización del país.
Fuera como fuese, nunca me lo dijeron.
IMÁGENES: Arriba, Hotel Saint George, hoy Hotel El-Djazair, por aquello de la argelización. Abajo, Argel desde la bahía. En primer término, el Hotel Aletti, hoy Hotel Safir por idénticas razones.