sábado, 28 de octubre de 2017

Primeras nieves

Decía mi madre que la última vez que nevó en mi pueblo fue el año en que yo nací. De aquel episodio no recuerdo absolutamente nada. Acostumbrado a mirar por la ventana el monótono sirimiri, garúa o calabobos de mi húmedo norte español, mi contacto con la nieve se limitó, durante años, al ocasional desfile de imágenes en blanco y negro más bien en blanco que nos brindaba el hombre del tiempo al final del telediario.

Nieve 3En realidad, pasó más de una década hasta que vi nevar por primera vez, siendo ya estudiante de bachillerato. Todos los días nos desplazábamos al instituto en un tren lento y sin pretensiones que se tomaba su media hora larga para recorrer los 14 kilómetros que nos separaban de la capital. Aquel día aquellos dos días, el tren se quedó varado en la cabecera de la línea por culpa de la nieve acumulada pródigamente en la vía.

Chicos y chicas aprovechamos para lanzarnos como locos, por cualquier desnivel, ventajas de vivir en el monte con bolsas de plástico bajo el trasero. Las bolsas aún no costaban los 5 céntimos de euro que valen ahora, de modo que podíamos usarlas con prodigalidad. Volvíamos a casa entusiasmados y cansadísimos porque, al final de la rampa, había que subir de nuevo, a pata, a la cima de la cuesta para volver a empezar. Así todo el santo día.

Nieve 1

Intenté construir mi propio trineo, pero tan solo conseguí entrelazar malamente unos palos de avellano con dos cuerdas. Una obra que, sin proponérmelo, hubiera sido apta para ser expuesta, con éxito, en la feria ARCO de Madrid o en el MOMA de Nueva York. Tamañas cosas peores he visto en la una y en el otro.

Años después acompañé a mi esposa a esquiar en Candanchú, en el Pirineo Aragonés, con las niñas pijas de su colegio. El primer día pisé la nieve con ese temor con el que te mueves por la cocina cuando la acaban de fregar. Afortunadamente, Marichu me dio instrucciones prácticas y definitivas sobre cómo flexionar las piernas, como no clavarme los bastones mientras me deslizaba o cómo no estamparme contra el suelo al subir o bajar del telearrastre. Y me enseñó la bendita cuña, una posición estéticamente a lo Lina Morgan que me libró de salir disparado en varias ocasiones. Básicamente permanecí en posición de cuña casi todo el día.

Scan 40Dice Nabokov una suerte de Joseph Conrad ruso, en uno de sus cuentos [1], que "si uno se queda mirando la nieve durante un rato, se tiene la impresión de que todo comienza una lenta ascensión hacia las alturas". Así me sentía la noche anterior a mi bautismo nival, en el cálido Hotel Villa Anayet, de Canfranc. Un canal televisivo decidió acompañar mi relax nocturno con “Máximo Riesgo”, de Sylvester Stallone, y amanecí creyendo que podría escalar con los dientes y descalzo. Mis sospechas se desvanecieron tras ponerme las botas de esquí, convertido en un híbrido entre RoboCop y Mazinger Z y descubrir que tardaría más de quince minutos en subir un tramo de un par de metros con una inclinación casi inexistente.

La pendiente de la pista verde la de principiantes, aclaro se me antojó más empinada que la cuesta de enero. Sobreviví a mi primera y sospecho que nada elegante caída para, de pronto, dejar de caerme. Al final descubrí que esquiar es como ese instante de vacilación tras el segundo o tercer trago: lo mejor es no pensar y dejarte llevar.

Eso sí, las agujetas, como la resaca, son inapelables.


IMÁGENES: Arriba, el tren atravesando un paisaje nevado. Centro, deslizándonos por la nieve. Abajo, mi hijo Jorge, hace muchos años, feliz sobre la nieve.

[1] “Batir de alas”, capítulo 2.
Fuentes: Memorias del autor.

1 comentario:

jesusitv dijo...

Poco te puede decir sobre la nieve este habitante de la reseca y tórrida Andalucía. En cualquier caso, relató entrañable y "añorálgico", en tu línea habitual :-)