Aquellos afortunados –es broma– que siguen mi blog con admirable paciencia, saben que me gusta escribir sobre la cocina étnica, habitualmente positiva y satisfactoria, sobre todo si uno no le hace ascos a las orugas del mapani en Sudáfrica, a los insectos torraditos en Vietnam o a los blancuzcos gusanos del coco en África Occidental, por poner algunos ejemplos que nos permitan centrarnos.
Pues bien, nunca imaginé que había que venir tan lejos para comer tan mal. Mi primer almuerzo en Filipinas, antes de meterme a explorar los restaurantes locales, fue una elección equivocada: un establecimiento español –sí, español– que, según su web, lleva seis décadas “enamorando a sus clientes con los tentadores sabores de Castilla” que, además, dice, “se han ido perfeccionando con los años”.

No hay carta de vinos. Sin embargo, me ofrecieron un tempranillo de la casa, por copas carísimas, que resultó ser, y no exagero, lo peor que he bebido en mi vida y, para colmo, caliente a más no poder. Eché una ojeada a las botellas de la estantería ¡sin encontrar una sola etiqueta patria! Identifiqué las peores marcas globales, la basurilla de varios países, incluso de Francia, donde también se producen vinos bien malos.
La carta ofrecía un amplio repertorio de diferentes tipos de paella cuya elección, por amargas experiencias, suelo rechazar de plano, cualquiera que sea el adjetivo que le atribuyan: valenciana, de pollo, de verduras, de conejo, de marisco… Me da igual, porque el arroz suele adquirir la consistencia del engrudo usado para pegar carteles.

Podría seguir hablando de unas anillas de calamares a la romana, recubiertas con un dedo de rebozo inidentificable y servidas con una insulsa salsa alioli y un limón que resultó que no era limón sino calamansi, minúsculo y sin jugo. Pero no quiero aburrirles con esta mi primera entrega desde las “Pilipinas” del rey Felipe II. Tendremos ocasión de seguir desde estas ínsulas en otro momento.
Lo positivo del restaurante es que se encuentra muy cerquita de mi hotel, apenas a un par de calles algo estrechas y sinuosas. Lo negativo, según se mire, que para llegar hay que atravesar el barrio de furcias –juro que nadie me advirtió– donde los vendedores callejeros me ofrecieron viagra, cialis y otros expectorantes, sin ningún rubor.
No sé si por pura intuición o porque se me notan ya las carencias.
IMÁGENES: Arriba, paella al estilo de mi mujer, es decir, deliciosa. Abajo, supuestos callos a la madrileña absolutamente incomibles.