sábado, 8 de noviembre de 2014

Madame Charité

En una diminuta isla de las Pequeñas Antillas del Caribe, en una sencilla casita de vivos colores, modesta y limpia, habitaba Madame Charité con sus siete hijos y ningún marido, sobreviviendo con la sapiencia heredada genéticamente de sus antepasados africanos y sus abuelas caribeñas, como un fragmento de la historia cotidiana del lugar.

Resultaba difícil no verla. Su cuerpo, espectacularmente alto y grande, en torno a unas doscientas libras que gustaba vestir de blanco, turbante incluido, con elegante coquetería. Su busto, una cama de matrimonio y sus caderas una plaza de toros donde debieron celebrarse inolvidables corridas. Dicen que la primera fue a cargo de un ingeniero francés que la sedujo en un rincón de la plantación y le dejó el primer recuerdo de carne y hueso. Luego vinieron otros amantes y otros hijos hasta completar la cifra cabalística: siete como los siete días de la semana o las siete notas musicales o los siete pecados capitales o los siete colores del arcoíris. Así eran los chicos: de todos los tonos de piel, caras, tamaños y color de ojos imaginables.

charité 2

No tenía apuro en la vida. En momentos de mucha necesidad, sus siete hijos se repartían entre las familias donde se olían cocinados de cerdo o de pargo a la criolla o de cualquier otra cosa comestible. Felizmente, esos tiempos habían pasado. A fuerza de trabajo, honradez y dedicación en cuerpo y alma a la United Fruit, consiguió un puesto de supervisora, como anunciaba la chapa dorada que lucía con orgullo en el lado izquierdo de su impecable y abultado delantal.

Un aciago lunes llegó a la plantación el nuevo capataz, es decir, el supervisor de las supervisoras, mal encarado y feo como para hacer llorar a las cebollas. En el primer cruce de miradas, Madame Charité tuvo la convicción de que aquel sapo le iba a hacer la vida imposible, pero la peculiar parsimonia de la mujer era directamente proporcional a su cordura, sabiendo que el que manda, manda, y que sería mejor no provocarle y tener la fiesta en paz.

Charité 11 de la canaria  Julia ChillónEntre amagos de prepotencia de él y soberbia impasible de ella fueron pasando los días, hasta que una tarde, el capataz ordenó a Madame Charité que le sirviera un café. Todas las miradas de sus compañeras se volvieron alternativamente del uno a la otra, avizorando la tormenta bajo techo que no tardó en estallar. La supervisora se negó, haciendo valer su condición de tal: “No te equivoques conmigo, boss”, replicó, y continuó haciendo su tarea como si tal cosa. La indiferencia de la mujer desencadenó una retahíla interminable de gritos y amenazas que no consiguieron doblegar aquel orgullo femenino amasado en años de penuria y olor a banano.

El capataz puso los hechos en manos del patrón quien, a su vez, los elevó a conocimiento del juez, el cual dispuso la presencia inmediata de la rebelde frente a su señoría. Madame Charité llegó al juzgado con su traje y turbante impecablemente blancos, flanqueada por sus siete hijos, alegando que no tenía dónde dejarlos, bañados y repeinados para la ocasión. Se sentaron todos en un banco largo y, cuando el reloj de la iglesia dio las siete campanadas de la tarde y el juez se disponía a hablar, la mujer miró a sus hijos y les dijo suavemente: “Ya”. La confusión se apoderó de la sala y todo se anegó de lloros, gritos, pataletas: “¡Mamá, tengo hambre!”, “¡Mamá, me meo!”, “¡Mamá, tengo sed!”, “¡Mamá, caca!”, “¡Mamá, me duele!”…

Incapaz de continuar con aquella insoportable algarabía, el juez concluyó que enfrentarse a un capataz maleducado y feo no era tan grave y, en previsión de mayores males para la integridad de su juzgado, ordenó a Madame Charité, a quien conocía bien, que saliera inmediatamente de la sala con sus hijos y que no se le ocurriera nunca más aparecer por allí. Y así aconteció.

Al capataz le mudaron de isla y no se le volvió a ver por la plantación. Volvieron las aguas a su cauce y Madame Charité a sus tareas de supervisora y al cuidado de su numerosa prole.

Ínclitas razas ubérrimas…


IMÁGENES: Arriba, en una de estas casitas de colores vivía Mme. Charite. Abajo, retrato de una supuesta Mme. Charité, pintado por la artista canaria Julia A. Chillón.

6 comentarios:

Laura G. dijo...

Hay frases célebres, como en todos tus textos. Me encantaron: "...le dejó el primer recuerdo de carne y hueso", "...apuro en la vida", "...para hacer llorar a las cebollas".

Maribel dijo...

Encantada de leer la historia de Mme. Charite. Increíblemente sencilla sensata y sublime .

Atentamente tu amiga del Ebro.

Primavera dijo...

Es sábado y he entrado a tu infaltable aporte y conocimiento compartido, que por supuesto y dado que me conoces esta vez me encantó por demás.
Estoy en Asunción trabajando y por supuesto los momentos compartidos presentes.
Cariños desde aquí

Elías B. dijo...

Qué querés que te diga! SIMPLEMENTE ESPECTACULAR. Se lo reenvié a mi hija que es especialista en políticas de desarrollo y género egresada de la London School of Economics. Seguro le encantará como a mí, en lo literario, la historia y la enseñanza.
Un abrazo.

Álvaro dijo...

Quería tan solo precisar, que la muralla china no se puede ver desde la luna. Es un mito. Te paso este link para tu conocimiento: http://curiosidades.batanga.com/3850/la-gran-muralla-china-es-visible-desde-el-espacio

Un abrazo,
Álvaro

Pascale dijo...

Gracias por tus maravillosos y siempre interesantes artículos.
La historia de Madame Charité es un encanto y la verdad que me sacó lágrimas de emoción la lectura de tu texto.