Mirando al parque de frente, hacia donde sale el sol, desde la entrada sobre el puente del río Huerva, las hileras de árboles a izquierda y derecha del paseo central convergen hacia la escalinata de acceso al monumento a Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, que se perfila sobre el cielo deslucido de un verano que se va.
Si la mirada está coloreada con alguna melancolía, la visión podría sugerir varias interpretaciones. Frente a la entrada del parque, la plaza de Carlos V y la torre de la antigua feria de muestras permanecen indiferentes al tiempo y a la espera. Los rieles del tranvía, como los trazos paralelos de un dibujante, contornan el parque por uno de sus lados. En la esquina, las personas esperan.
Ella también espera, o cree esperar, o no espera nada. Su hombre, él, debería aparecer a la llegada del tranvía, pero la duda consume su alma de mujer. El amor, en los últimos tiempos, ha estado bailando sobre una cuerda floja: desencuentros, dudas, olvidos, silencios, indiferencia…
Hace como que mira pero, en realidad, no mira nada. Desea que él llegue a la hora que acordaron. Pero desconfía. Se traiciona para no ser traicionada. Quiere olvidar para no ser olvidada, y esa nostalgia profética le apaga al alma con un gris profundo e inevitable.
Imagina que aquella esquina del parque, dentro de unos años, ya no será la misma. Y esa certeza de que todo pasará, de que solo quedará el recuerdo, hace que se sienta profundamente sola, desamparada de sí misma. Mientras espera, imagina un entorno sin color, como una víctima más del moho del tiempo. El tranvía habrá dejado de existir y los automóviles pasarán sobre lo que fue su camino de hierro. Nadie esperará en la esquina: ni muchachas con minifaldas ajustadas ni mujeres con pantalones de lycra –ya no se llevarán pantalones de lycra– ni hombres fumando con el Heraldo en la mano.
Comienza a desear con todas sus fuerzas que él llegue hoy, consciente de que tal vez sea esta la última oportunidad que les queda, antes de que el futuro ensaye los pasos fatales hacia el olvido inevitable.
El tranvía se detiene y el estómago de ella se retuerce y contrae como un caracol. Los pasajeros salen uno por uno hasta que el vehículo queda casi vacío. Ella anticipa el dolor de la mujer olvidada, el dolor persistente de promesas incumplidas. El tiempo no puede cambiar lo que mejor sabe hacer: fijar el punto en torno al cual giran y se voltean nuestras vidas.
Él, el último pasajero, desciende como un aliento rezagado del metal. Él, por fin, sobrevive al paso del momento, del instante esperado. La ve correr hacia él.
Ella le besa apasionadamente y él no entiende su entusiasmo, su explosiva felicidad. Su amor ha bailado sobre una cuerda floja en los últimos tiempos. Ella sigue besándole, segura de que así protege su amor en ese rincón del parque que ya no será nunca el mismo, redimido del temor de la espera y ausente de cualquier atisbo de melancolía.
Ahora caminan felices por el paseo central, ajenos a su entorno, como una acuarela romántica. Las hileras de árboles a izquierda y derecha inclinan sus copas a su paso en discreta reverencia al amor recuperado. Desde lo alto, la efigie pétrea de Alfonso I el Batallador perfila una real mirada de complacencia.
La tarde serena, el tiempo, se iluminan con la sonrisa del viejo rey de Aragón.
IMÁGENES: Arriba, Monumento a Alfonso I el Batallador, rey de Aragón (1073-1134), en el Parque José Antonio Labordeta de Zaragoza. Centro, tranvía de Zaragoza, línea única. Abajo, caminando juntos.